Ya. Pues, entre Black Friday, Cyber Monday, y todos los oportunos inventos para que nos dejemos los pocos cuartos que tenemos, o los que nos dejan los bancos, si todavía eso le pasa a cualquiera, perdemos ocasiones estupendas para hacer cosas que importan, que merecen la pena. Todos los días nos levantamos con la agenda completa, con miles de tareas que cumplir al cabo de la jornada, con doscientos compromisos que atender y con poco tiempo por delante para hacerlo. Vamos repartiendo cumplimientos, y también incumplimientos, durante el día y, cuando termina, llegamos a casa muy agotados, con la esperanza de unas horas de relajación hasta empezar la faena al siguiente. A veces, cuando eso ocurre, recuerdas que llevas tiempo sin ver a la gente que quieres, sin tratarla, sin sentirla como deberías. Tanto tiempo en algunos casos que ni te acuerdas de que eso, vivirse, es más necesario que todo lo demás. Para los otros y para ti. Y, aunque esa reflexión es sincera y te lo crees de veras, no levantas el teléfono. Error.

Contaré aquí un secreto para no escabullirme si me ocurre de nuevo, si me ve cualquiera por la calle y me lo quiere reprochar. Hace ya bastantes años, yo no estaba en este barco ni siquiera, un tipo intrépido y valiente conoció a una inteligente mujer de bandera. Juntos sortearon infinitas dificultades y, con más pena que gloria, pero con mucho arrojo, cariño y constancia, tuvieron siete hijos con los que formaron una familia grande que, como todas, algunas veces es una gran familia. Dos mujeres y cinco hombres. El tiempo no siempre los trató bien, pero el balance es esencialmente feliz. La vida les sorprendió llorándose unos a otros. Primero, uno de los chiquillos, después el tipo intrépido, y luego dos más de los hijos que quedaban. Cada vez, un golpe. Cada vez, más cansancio. Y, en medio de ese cansancio, otros caminos que cada uno siguió, el suyo propio, uniéndose -de vez en cuando- en el punto que, como un faro, señalaba la mujer de bandera. Con el tiempo, muy de vez en cuando, cada vez más de vez en cuando. Cuando no ocurren las cosas, hay que empujarlas.

Un rato de un viernes normal, sin más excusa que querer juntarse, ha sentado en una mesa a cuatro supervivientes. Y lo han pasado bien. Y han quedado de nuevo para llenar los viernes, al menos uno por mes, de ellos mismos. Algún agorero me dirá que no será como antes... Seguro. Pero será.

Por cierto, el tipo intrépido y valiente era mi padre; la mujer inteligente de bandera es mi madre; y los cuatro supervivientes, que andaban perdiendo el tiempo, tontos esféricos ellos, somos nosotros. Éramos. Ya no, que vamos a llenar los viernes, chulos.

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