Federer y los Reyes Magos

Los Reyes son.... los niños. Los de hoy y los que fuimos y a los que siempre volvemos en busca de infantil felicidad

El tenista suizo Roger Federer ya se sabe que es una leyenda viva, y en activo, de lo suyo. Un caballero intachable, en las buenas y en las malas. A lo largo de los tres lustros que lleva dando guerra sobre la pista lo hemos visto ganar más de mil veces, perder unas cuantas, reír a menudo y también llorar, como la vez que perdió en Australia en 2009 ante Rafael Nadal y le entró una llorera fina de ilusionado costalero en día de aguas. Nunca, sin embargo, había uno visto a Federer tan relajado como en las imágenes que ayer salieron en los telediarios de la Copa Hopman, donde, pese a caer derrotado ante Alexander Zverev, de tan sólo 19 años, demostró el suizo su mejor humor. A su rival, por ejemplo, le sugirió que pidiese la revisión que un punto dudoso que el árbitro le había dado al propio Federer, lo que ya de por sí levantó el aplauso del público australiano. Pero el momento estelar de la jornada no fue tal, sino el instante, una vez acabado el partido, en el que la cámara enfocó al veterano tenista, que estaba sentado entre el público, y él se puso en plan choteo a tocar unos bongos imaginarios. Risas generalizadas, por supuesto, y la sensación de que Federer está de vuelta de todo, pero no desengañado sino exhultante. Una felicidad la suya que viene de lo obvio: de la tranquilidad de saber que ya, a lo largo de los años, ha hecho su trabajo y lo que ahora le resta es disfrutar. Y pocas cosas más grandes que esa tranquilidad de haber cumplido, y que es exactamente la que yo les deseo hoy a todos los lectores en este día de Reyes de 2017. Porque da igual que hoy les hayan regalado mucho o poco, ya que lo importante es saber que uno ha hecho a lo largo del año lo que debía por las personas a las que quiere, con sus días buenos y malos, con aciertos y errores, pero sin perder el ánimo de entrega. Así que con el espíritu de fauno feliz de Roger Federer me despido, también tocando yo los bongos imaginarios, y con plena fe en unos Reyes que, como todo el mundo sabe, no existen porque en verdad son... los niños. Los niños de hoy, obvio, y los niños que fuimos, los que no volverán pero a los que siempre volvemos para recordar qué era eso casi olvidado de la inocencia, la pureza y la infantil felicidad.

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