Tribuna

Grupo Tomás Moro

Fanatismo laicista

CON persistencia que recuerda la virtud de la perseverancia -en una muestra más de sus raíces cristianas-, desde distintos ámbitos se insiste en el ataque furibundo contra la Iglesia y cuanto ella significa.

Al albur de un laicismo excluyente y negativo, se pretende retorcer el mandato de la Constitución que garantiza en su artículo 16 la "libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades, sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley", disponiendo acto seguido que "nadie puede ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias", y concluyendo con la rotunda afirmación de que "ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones". Hasta aquí el mandato constitucional, al que debe unirse la tajante afirmación de su artículo 10, en el sentido de que "el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social".

En definitiva, la Constitución no prohíbe ni la práctica ni la simbología religiosa, sino que las respeta sean del signo que fueren (aunque hace una especial mención a la Iglesia Católica por ser la mayoritaria en España y por la labor secular de la misma en amplios campos sociales, educativos y sanitarios, por ejemplo). La Constitución lo único que prohíbe es que la vida política, desde el Estado como tal hasta la última de las juntas vecinales existentes, se ejerza desde un prisma religioso. El Estado es aconfesional, pero no ajeno al fenómeno religioso, que ha de respetar. El Estado no puede convertirse en un poder inquisitorial, especialmente con la Iglesia Católica, ni desarrollar por sistema un beligerante activismo contra cualquier confesión religiosa, salvo que tenga fines que atenten contra el orden público protegido por la ley o sean antisistema.

Siguiendo este raciocinio legal, no es extraño que se defienda la erradicación de los edificios públicos (Colegios públicos, por ejemplo) de símbolos religiosos de cualquier confesión, porque al mantenerlos no se cumple con la aconfesionalidad aludida. La ley es la ley y ha de ser acatada y cumplida en toda su extensión. Por ello, al mismo tiempo, hemos de exigir que se respete la ley y los derechos de los demás y que en ámbitos estrictamente privados (colegios privados, edificios religiosos, etcétera) no se atente con fanático empeño contra la libertad de creencias de cada uno.

Al mismo tiempo, como se expuso en otra ocasión, ya es hora de que los políticos no usen las manifestaciones religiosas para su personal provecho. Están de más -como tales políticos o en el desempeño de sus cargos- en las presidencias de procesiones o romerías, o en destacados sitiales con motivo de actos litúrgicos o eclesiales. La excusa de que representa al pueblo creyente no es válida (porque afrentan a los profesos de otras religiones), ni siquiera la de que ellos son también creyentes. La aconfesionalidad del Estado obliga a que no se represente a éste en dichos actos. Si son creyentes y quieren asistir, que lo hagan como otros ciudadanos más, confundidos entre las filas de nazarenos, romeros o asistentes, sin hacer ostentación de su cargo.

En este punto, la jerarquía de la Iglesia Católica está recogiendo los frutos de su condescendencia (como ocurrió con la retirada de un crucifijo de la Catedral de Córdoba con motivo de un acto cultural), de su apego al poder terrenal (a cuyos representantes no dudó, incluso, en pasear bajo palio). Sería deseable que, en vez de elevar severas protestas por la retirada de crucifijos de lugares públicos (lo que es absolutamente legal, con las excepciones previstas en la propia ley), se despegue también pública y contundentemente del mundo político, de la confraternización política, impidiendo la instrumentalización política de la Iglesia. Al mismo tiempo, sin llegar al fanatismo -nazi, casi- de estos laicistas excluyentes, debería defender su derecho a ser respetada en toda su extensión y en todos los ámbitos estrictamente privados, allá donde campa la libertad de conciencia, libertad por la que los católicos pueden (podemos) hacerse notar como tales en su vida cotidiana, dando público y privado testimonio de su fe.

La tibieza con que ha venido actuando, unida a las complacientes relaciones con el poder terrenal, con el que ha contemporizado alguno de sus miembros en ocasiones, están llevando a la Iglesia a una pérdida de su propia esencia y a una deserción cada vez mayor de sus fieles. En el pecado lleva la penitencia. Finalmente, no está fuera de lugar recordar a esta jerarquía llamada ahora a escándalo aquello de "dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios".

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