EN los últimos tiempos una serie de cuestiones parecen revivir esa España bipolar y enfrentada que muchos creíamos enterrada, pero que no, que sigue estando ahí, agazapada, esperando despertar en el momento menos propicio. España es así, nos guste o no, antagónica y visceral, vieja y moderna, introvertida y dicharachera, laca y botox, naftalina y spa, luto y color. La España que recorre el mundo sobre la velocidad de los megas a menudo se ve obligada a detenerse en las estaciones del pasado, donde las sombras siguen presentes, donde la memoria juzga con esas leyes que se argumentan con el refranero popular y no con el Código Civil. La España del río que suena, la del por algo será, la de no sólo hay que serlo, también parecerlo -que es realmente lo importante-.
Hablemos de Garzón, hablemos de velos, hablemos de aborto, y no tardaremos en enfrentarnos a muros donde la dialéctica se pierde para convertirse en frontones donde las palabras salen escupidas como misiles, pedradas o puñales, en dirección del que no piensa lo que yo pienso. La joven Najwa ha protagonizado la última polémica que, nuevamente, ha vuelto a separar los gajos mal unidos de la naranja española. La joven Najwa y su velo, un nuevo debate que va más allá de la izquierda o de la derecha, del progreso o la tradición. Aunque nuestra Constitución diga lo contrario, España no es un Estado laico ni aconfesional, queramos o no, nos guste o no. El peso de la iglesia Católica, y de sus representantes y postulados, sigue siendo una línea argumental sobre la que se escribe el guión de nuestra sociedad. La Iglesia Católica, parapetada tras su decorado de iconografía y símbolos, apoya la decisión de la joven Najwa de acudir a clase con su velo. La Iglesia Católica lo apoya porque considera que, al hacerlo, se está apoyando a sí misma.
Es una frase recurrente durante estos días, pero lo cierto es que se trata de un tema complicado, de largo recorrido, que requerirá de honda reflexión en los próximos meses. De partida, si me preguntan, los velos no me gustan, pero lo mismo me sucede con las prohibiciones, no me gustan. El velo, cultural, social y simbólicamente, se trata de una expresión de sometimiento de la mujer hacia el hombre, algo inaceptable en una sociedad, como la nuestra, donde hemos de seguir luchando cada día por la igualdad real y efectiva entre hombres y mujeres. El velo es a la igualdad lo que el calor al hielo, incompatibles. Sin embargo, si el velo se utiliza por deseo propio, por, tal vez, reafirmar una identidad y creencia, sin presiones familiares, sociales y religiosas, sin imposición alguna, nos encontramos ante una elección personal, ante una opción de libertad individual.
La teoría que acuña esa máxima de que se empieza por un velo y se acaba con un burka o aceptando la ablación genital me parece que carece de cualquier rigor, y sólo puedo calificarla como una auténtica barbaridad. El velo en muchos casos parte de la imposición, pero, por otro lado, y seamos sinceros por una vez, cuántos de nosotros no hemos sido bautizados, hemos celebrado la primera comunión o nos hemos casado por la Iglesia -Católica- sólo por no ser diferentes, por mantenernos leales a la tradición, porque es lo que hace todo el mundo. Piénselo, porque nos podemos encontrar ante otra clase de imposición. Una imposición que no fue sólo social durante los años del franquismo. Aún así, insisto, no me gustan los velos, de la misma manera que no me gustan las prohibiciones, y el que haya que recurrir a ellas -a las prohibiciones- para regular la convivencia de las personas que integran una sociedad me provoca una honda tristeza y me invita a pensar que en algo, en mucho tal vez, estamos fallando.
Es irónico que el velo se convierta en un debate nacional en un país aconfesional y laico constitucionalmente. Adquiere tal protagonismo porque la realidad no coincide con la letra impresa, y no sólo me refiero a la ciudadanía, los que rigen nuestros destinos, nuestros gobernantes, sea cual sea su orientación política, mantienen la "oficialidad" del catolicismo, más allá de la libertad individual, en multitud de actos públicos, en todo tipo de celebraciones, sin tener en cuenta si esas exhibiciones religiosas son lesivas o ingratas para todos aquellos que no comparten sus creencias.
El velo de Najwa abre un debate religioso, sobre la simbología y sobre las tradiciones, sin duda, pero también sobre la libertad individual, sobre los derechos de cada persona. Un debate que merece toda la reflexión y, si es posible, toda la cordura.
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