Descamisados

Es curioso que muchos de los que presumen de no guardar las formas se preocupen tanto por ellas

La anécdota del frac eludido por el presidente de Colombia en su reciente visita a España, con ser sólo eso, una anécdota sin mayor importancia, resulta definitoria de una política de gestos que conecta al mandatario con otros ilustres descamisados, empezando, naturalmente, por la famosa “abanderada de los humildes” a quien se debe el uso retórico del término. Para Eva Duarte de Perón, sin embargo, a la que alguna vez se le reprochó que vestía impecables modelos de alta costura, no había contradicción ninguna, porque descamisado, según su definición, es “quien se siente pueblo”. Ella podía ser la mujer más poderosa de su país y ejercer ese poder en calidad de consorte, pero seguía siendo pueblo en razón no tanto de su modesto origen como de una especie de vínculo místico, que como es sabido la llevaba a ser literalmente venerada por sus fieles. “A los pobres les gusta verme linda, no quieren que los proteja una vieja mal vestida”, afirmaba sin complejos, pero consta que además de coleccionar joyas de forma compulsiva amasó una fortuna considerable. No cabe menospreciar la significación de Evita, como le gustaba ser llamada, en la historia de Argentina, ni despachar con displicencia logros como el voto femenino o la acción en favor de los desheredados, que al margen de su eficacia a medio plazo contribuyó a visibilizar a amplios sectores de la población hasta entonces desatendidos, pero es imposible no ver en su carismática figura una temprana encarnación del populismo en su sentido más literal, esto es desprovisto de ideología, con elementos que remiten por igual a la tradición revolucionaria y el imaginario fascista, del que su marido fue reconocido entusiasta. Ese añejo discurso que pretende la comunión directa del líder con las masas populares, desconfía de las instituciones –o directamente las combate– y denuncia los manejos de la oligarquía tradicional para de hecho crear una casta de nuevo cuño, no ha perdido su ascendiente pese al relativo descrédito de los idearios redentores. Antes al contrario, la persistencia de las bolsas de miseria y el crecimiento de la desigualdad en las sociedades contemporáneas –fracasos no suficientemente reconocidos por los defensores de las economías abiertas y las democracias liberales– favorecen la demagogia y el ascenso de los caudillos que prometen, como suele decirse, dar voz a los sin voz, tantas veces tentados por la deriva autoritaria. ¿Es el desaliño, natural o estudiado, un signo de pureza o de autenticidad? No lo parece. Al pueblo le da igual cómo se vistan los gobernantes. Es curioso que muchos de los que presumen de no guardar las formas se preocupen tanto por ellas.

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