Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Ultramar
El acento
Se quejaba el otro día un ciudadano de que su gobierno, el de su comunidad y al que precisamente había votado, había tomado una decisión que claramente le perjudicaba. Y no es que fuese una medida derivada de una necesidad objetiva, como podía ser, por ejemplo, el cierre de una calle que exigía un arreglo, sino porque la resolución tomada obedecía a una opción ideológica, es decir, según el sucedido, preferir lo privado sobre lo público, lo que llamamos tomar partido y por tanto partidista. "¡Si lo sé, de ninguna manera lo voto!", repetía una y otra vez. Pero el caso es que la referida decisión, a juicio de observadores neutrales, estaba en consonancia con la ideología que el citado gobierno representa y era de prever que adoptase.
Imaginemos, para aclarar mejor el asunto, que un profesor de la enseñanza pública se queda sin trabajo porque su gobierno y al que ha votado, de tendencia conservadora, se inclina más por la educación privada que por la pública y, en consecuencia, aumenta sustancialmente los presupuestos para una mientras aminora en la misma proporción los de la otra. El referido gobierno se comporta de acuerdo a su ideología y eso debería haberlo sabido el citado profesor cuando depositó su voto.
Es esta una reflexión, con un punto de ficción pero útil, al hilo de lo que, según pensadores de suficiencia, está ocurriendo últimamente en el mercado electoral: que, cada vez con más frecuencia, se están sustituyendo votos de razón por votos de emoción, elegir a los nuestros sin más matices ni consideraciones, lo que impide un control consciente y aboca a un tipo de democracia sentimental. "El resultado es una amalgama, asegura Arias Maldonado, de pasiones e hipérboles que se parece bien poco a la esfera pública sosegada que soñaron los ilustrados como fundamento para nuestras democracias representativas".
Detrás de ese, parece, nuevo aire que se está levantando está el conflicto entre la razón y la vida afectiva, enmarcado entre la amalgama de motivaciones en razones que "parecen poco razonables". Es el caso de los bulos que, por más que se desmientan, no hay manera de eliminar porque obedecen a la necesidad de justificar la fuerza motriz de la emoción, con apariencia de convencimiento racional. Tratar, además, de evanecerlos es perder el tiempo porque es dejar sin andaderas afectivas, con ropaje racional, a quienes los manejan.
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