Llevo años escribiendo, cuando se acerca el Día de Andalucía, sobre lo que significa ser andaluz, ser andaluza. Probablemente, de todas las columnas escritas hasta ahora, las que más me seducen son las que inventaron un personaje, Lucía, que se paseó, tres 28-F, saliendo de su casa, por la mañana temprano, dirección a una inmigración que no quería elegir pero que tuvo que admitir; de vuelta a casa, de visita, para reencontrarse con Esperanza, su madre, que maldecía por lo bajini la distancia cuando preparaba el café y que, sospecho, sonrió, a boca abierta y mirada franca, al ver a Lucía tras del timbre de la puerta; y, lluvia gris, en su casa pequeña, recién de vuelta del trabajo, allí fuera, en lo suyo, mirándose una barriga con inquilina, una feliz nueva Esperanza por otra Esperanza tristemente acabada.

Aquellas columnas se escribieron y se publicaron en tres años diferentes, consecutivos, haciendo del juego de la espera parte de la misma pieza. Se entienden bien si se leen del tirón, espero, pero se sienten mejor si se les da su tiempo. Lo que ocurre es que ambicionar que los lectores recuerden de un año para otro al personaje no es más que una muestra del papanatismo petulante del autor. Lo normal es que quien lee no recuerde de qué iba la historia. Solo en la mente del autor, Lucía está viviendo otro año imaginario hasta el siguiente que construye la serie. Y eso es, en el fondo, Andalucía, la falta de conexión entre los deseos y la espera. En medio, caben dos caminos: explicarlo y rebelarse, o rebelarse, pero aguantar. En la espera infinita. En el insistir siempre.

Para escribir de lo que sea ser lo que somos, andaluces, andaluzas, para quien se sienta parte de esta identidad mágica, he caído multitud de veces en el tópico de la alegría que tenemos, de la inventiva que regalamos, de la genialidad que nos precede; del mismo modo, me he refugiado en el fatalismo, en la denuncia y en la reivindicación. Hoy, cuando pensaba otra vez en el hecho de ser andaluz, me he sorprendido vacío de ideas, como si quisiera encontrar un prisma que no hubiera abordado, y me he acordado de aquellas veces en que repasaba la vida inventada de Lucía, concentrados en ella, imaginaria, los puntos que en aquellos momentos, y en todos, han modelado nuestra naturaleza: por eso, la pensé mujer y madre, la pensé jodida y rebelde, desafortunada y tenaz, arriesgada y frágil, independiente y familiar, desafiante y asustada, contemporánea y clásica, excepcional y común, libre.

Y al fin y a la postre, a pesar de erizárseme los vellos si ondea la Arbonaida con el himno de fondo, si veo en la cara de un paisano los surcos de los malos momentos, si me trago la saliva y se me entrecorta el verbo cuando la emoción de una historia nuestra me convoca, razono que lo relevante es defender eso bueno seas de donde seas, que ser andaluz no importa, que es una casualidad. Pero, amigo mío, de repente, ¡qué arte más grande!, ¡bendita casualidad!

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