CUALQUIER antropólogo sabe que cada comunidad humana se articula en torno a sus mitos fundacionales. Cada tribu se define a sí misma como "la gente" o "nosotros", y basa su cohesión interna en una serie de mitos que narran los orígenes de la tribu y el pacto con una criatura sobrenatural que le concedió el derecho a habitar su territorio. Eso hizo Jehová con Israel y eso hizo la Gran Serpiente con los yanomamö del Amazonas. Y si bien se mira, cualquier grupo humano reproduce a su manera los mismos mitos. Los equipos de fútbol, las asociaciones filatélicas, las pandillas juveniles o las cofradías de Semana Santa no se distinguen demasiado de los yanomamö en cuanto a sus mitos originarios.

España es un país muy extraño porque carece de mitos fundacionales, o más bien ha ido imponiéndolos a garrotazos a la otra mitad de país. Don Pelayo, El Cid, los Reyes Católicos, la Virgen del Pilar o Cristóbal Colón fueron mitos intocables durante siglos, hasta que una parte de la población, a mediados del siglo XIX, empezó a asociarlos con el despotismo político y religioso y quiso sustituirlos por otros. ¿Y cuáles fueron esos nuevos mitos? Los de 1808: el Dos de Mayo, Daoiz y Velarde, Agustina de Aragón, la batalla de Bailén y las Cortes de Cádiz. Pero también esos mitos fueron cuestionados durante el siglo XX por una parte de nuestro país, que los consideraba demasiado castizos y demasiado centralistas, así que también fueron desapareciendo o diluyéndose en el olvido. Ahora mismo, en Cataluña, Galicia y Euskadi, esos mitos de 1808 han sido desterrados. Y en el resto del país, tampoco sabemos muy bien cómo interpretarlos. Y así seguimos, sin mitos fundacionales que puedan ser aceptados por todos.

Porque tampoco estoy muy seguro de que nos sirvan los mitos de 1808. Cada vez que oigo hablar del Dos de Mayo, me pregunto en qué bando me habría integrado, si es que hubiera conseguido integrarme en algún bando. Tengo la impresión de que la invasión de España por Napoleón fue lo más parecido a lo que ha ocurrido con la invasión norteamericana de Iraq; es decir, una idea en principio buena que ha acabado convirtiéndose en una de las peores pesadillas de la Historia moderna. Y cuando se repasa lo que ocurrió en 1808, nadie en su sano juicio puede ponerse de parte de unos o de otros, ni de los franceses ni de los españoles. El afrancesado abate Marchena, un andaluz de Utrera (por desgracia olvidado, aun siendo uno de los personajes más fascinantes de aquellos años), escribió una de las frases más inteligentes que conozco sobre aquella guerra: "El pueblo español es bravo hasta la temeridad, feroz y estúpido". Qué bien lo sabían Goya y Moratín y Jovellanos y los hombres que hicieron la Constitución de Cádiz.

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