Hablábamos de ellos la semana pasada, pero se trata de cerrar el círculo. Ellos, antes; nosotros, ahora. Quien esté libre de culpa, que tire la primera piedra. Seguro que los que no lo estén apedrearán al resto. Novedades éticas de los tiempos que corren.

Recuerdo que hace muchos años, cuando otro yo aún creía en las bondades de entregarse a causas colectivas, de esas que prometen transformación -y bien que transforman-, en un momento determinado en que parecía que ellos habían perdido los estribos casi por completo (no sabíamos entonces que era posible ahondar en las más altas cotas de la miseria, gracias a Marx, Groucho) subí inocente, pero no tanto, a un estrado y solté una confesión próxima: la culpa es mía, dije. No lo era, por supuesto. Era de ellos, claro. Pero quise expresar que alguna responsabilidad hay, y no es pequeña, al ver cómo se asfixian las ilusiones y las emociones y no mover ni un dedo para evitarlo, al menos, quejarse, al menos, chillar. Pero no es menos, es mucho más.

La sociedad a que pertenecemos y que es la suma ideal de todos, y de todas, por supuesto, tiene responsabilidad en lo que nos pasa, en cómo nos pasa, y en por qué nos pasa. Resulta mucho más fácil culpar a los otros, a los que elegimos para que nos representen, y es evidente que ellos (astutos como una paloma, con carácter general, y con la capacidad elemental, como dijimos la semana pasada, de enlazar dos tuits, sabiendo que el segundo es, en el mejor de los casos, un ripio del primero) abdican de su responsabilidad, con perdón, con una naturalidad hiriente. Pero es que les colocamos ahí nosotros. Si es verdad que los representantes nos representan, no salimos bien parados. Y si lo que elegimos es la mejor muestra de nosotros, entonces, amiguitos, vamos bien mal.

Lo que nos pasa es que pasamos. Nos pasa en frente de nuestras narices: más fácil ser víctima que luchador, consolidamos su muro construido con una mezcla espesa de incapacidades y supervivencias al amparo del machito. Y nos pasa porque somos unos mandados, en lugar de lo que nos corresponde: mandar. Es mucho más cómodo quejarse de la oscuridad que encender una cerilla. Tomar partido por nosotros mismos y encauzar el hartazgo hacia una posición de fortaleza exige estar atento y dispuesto. Advierto que es imprescindible, porque lo contrario abona los extremos estúpidos y nos aleja de la sensatez que garantiza el futuro. Acabar con la tontería no es algo que se consiga solo señalando al tonto con pretensiones, sino sustituyéndolo. Eso, queridos, queridas, implica dar un paso adelante y dejar de pensar como representados para decidir ser nosotros, algunos de nosotros, al menos, representantes del resto. O sea, cambiar, no solo cambiarles. Organización y método. Asumir de verdad que, si no es así, la culpa, esta vez, es mía. Y es menester que pronto. O nos quedan por delante toneladas de chorradas revestidas de política de Estado.

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