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Gafas de cerca
No hace tanto, había libélulas en las riberas cerca de los pueblos, y podía uno toparse con unos seres coloridos y con aire de perdedores en la cadena trófica llamados tritones, que junto con otros bichos de fantasía de la familia de las salamandras se atontaban en los bordes de las fuentes o medio nadaban en las pocillas de las laderas. Ellos, como las amapolas y los líquenes, no sabían de otra cosa que no fuera vivir, y por tanto ignoraban que sus proles menguantes acabarían siendo bioindicadores, esto es: su existencia indicaba algo tan simple como que su medio era digno de tal existencia, que el suelo en que crecían, el árbol al que cubrían y el agua en que cazaban no estaban tocados por la mano larguísima del hombre, y eran bastante puros. Por el contrario, su ausencia o desaparición alertaba de la degradación. A esas especies, los que cogen el rábano por las hojas daban menos importancia que a un corzo o un cochino jabalí. Hoy, casi ninguno de esos animales de caza está en peligro de extinción. Precisamente por la mano del hombre... del que se cuida de legislar y proteger sin contagiarse de ciegos mandatos de ecología dudosa. En fin, salamandras, amapolas, líquenes y libélulas parecen estar condenados al pasado. Bioindicadores, pura melancolía.
Nosotros somos otro tipo de animales, los dueños y elegidos, cuyos indicadores de ocasión consisten en la cifra de afluencia procrastinadora a los templos comerciales, y en su correlativo uso de las tarjetas de crédito para regalar quién sabe qué a quién sabe quién: mayormente, paganinis por encima de nuestras posibilidades. Bien está, son los Reyes. Pero sin duda movido por la inmersión en una dehesa a cuyo silencio uno -urbanita nato- tarda 24 horas en hacerse, y ante los efectos de las lluvias de la noche, cabe plantearse si el reciente pánico a la sequía no ha pasado a un tercer o cuarto plano, y si no es asombroso el repentino olvido de no pocos medios de prensa que en este asunto -a lo que se ve-hicieron de palmeros que jalean los caladeros de votos de sus titiriteros políticos. No queda sino la responsabilidad individual para defenderse de este trajín demoscópico: cuidemos el agua, el suelo, el aire. Eso donde somos. Regalémonos ese deseo de supervivencia. (Queridos Reyes Magos, he sido bastante bueno y me he asustado todo lo que debía: traedme agua digna de tritones, musgo de verdad y suelo donde quieran crecer las amapolas. Podéis tomaros la media botella de aguardiente del pueblo de mi abuela, que me enseñó una vez un tritón de panza colorada en una fuente.)
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