Eduardo Jordá

Agosto

En tránsito

Sólo por la imagen de dos mujeres que bañan cada día a un niño impedido, esta cala es el lugar más hermoso del mundo

03 de agosto 2019 - 02:34

Supongo que hay paisajes maravillosos en el mundo -los glaciares de Islandia, las aguas heladas de la Tierra del Fuego, donde hay surferos enloquecidos que van a pillar olas-, pero uno de los paisajes más extraños que uno puede ver es el de su propia infancia cuando ha sido trasformado -o más bien desfigurado- por el paso implacable del tiempo. Este verano voy a la pequeña playa de Mallorca donde pasé mi infancia. Hace siglos que no veía este paisaje, pero ahora que lo veo a diario -mientras los aviones que cada dos minutos pasan sobre nuestras cabezas cuando van a aterrizar en Son Sant Joan- me parece el paisaje más raro del mundo. Todo está igual y todo es distinto. Las casas de mi infancia ya no existen, los chalets han desaparecido, el cuartel que había a cien metros se ha convertido en un parque municipal, el hotel solitario que copió el diseño de un palacete hindú ahora es una especie de spa de lujo, pero el mar es el mismo, y los escollos, y el embarcadero, y la vista de la bahía, aunque ahora haya cruceros gigantescos donde antes sólo se veían los barcos de la Transmediterránea y las barcas de pescadores.

Pero lo más extraño de todo es una imagen que veo todas las mañanas a la misma hora. Dos mujeres -una mayor, la otra joven- han montado una especie de camilla flotante para un niño con parálisis cerebral. Con un colchón, una neverita, un respirador y unos soportes rematados por cuatro ruedas, estas dos mujeres consiguen meter al niño en el agua y lo tienen tomando el sol durante buena parte de la mañana. El agua está tranquila, no hay olas ni casi bañistas -y encima está limpia-, así que el baño puede durar mucho tiempo sin apenas interrupciones. Al lado de esta camilla flotante sólo hay un grupo de niños que juegan con sus monitoras y unas pocas señoras mayores que se remojan sin meter la cabeza en el agua, nadando igual que hacía mi abuela hace sesenta años.

No estoy en una isla paradisíaca del Pacífico, ni en las playas de las Maldivas, ni en los arrecifes de coral de Australia. Lo que veo cada día es un paisaje modesto: una cala con algas secas en la orilla, un pequeño espigón, un chiringuito playero, unas rocas. No es mucho, por supuesto. Pero sólo por esa imagen de las dos mujeres que bañan cada día a ese niño impedido, este pequeño lugar tan poco llamativo se ha convertido, créanme, en el lugar más hermoso del mundo.

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