Tribuna Económica
Carmen Pérez
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La Rotonda
Hay que ponerse en los zapatos de un Rey, democrático y sin mácula en el cumplimiento de sus atribuciones, al que unas fuerzas políticas denigran y otras utilizan. Los que militan en la Monarquía parlamentaria, como arma arrojadiza, exponente de su impericia opositora, y la izquierda radical, los secesionistas republicanos y el farisaico nacionalismo conservador, con el infame propósito de derribar régimen de 1978, al amparo de un Gobierno claudicante y colaboracionista y de un PSOE travestido que apoya despenalizar el delito de injurias a la Corona y otras instituciones. Un Rey, al que la Constitución, como Jefe del Estado, hace garante de la unidad y permanencia de España, que en pocos días habrá de firmar el indulto a los golpistas catalanes condenados por sedición y malversación tras la intentona de octubre de 2017. Felipe VI está obligado a hacerlo y así lo hará, y ya decía Oscar Wilde que la primera obligación es ser tan artificial como se pueda, pero este tipificado cumplimiento por parte del Monarca se produce en un contexto de desvaríos que incita lecturas y motivaciones fuera del marco legal que lo contiene.
La potestad del Gobierno es incuestionable. Lo que descabala la razón de su medida es que indulte, contra el criterio del Tribunal Supremo y la Fiscalía, a unos penados no arrepentidos y desafiantes bajo los supuestos de "utilidad pública" y "bien político superior" que, en román paladino, se traduce como pago por el poder prestado. El ordenamiento jurídico marca la pauta, y a ella se acoge el Ejecutivo, pero buena parte de la ciudadanía se hace una pregunta que no por ingenua carece de sentido: ¿si los tribunales dicen que esos indultos son ilegales, y la última palabra en materia de Justicia la tienen supuestamente ellos, por qué debe sellar el Rey una decisión contraria a la ley, según afirman los que la administran? La situación propicia que el pueblo llano que apoya y se ampara en el sistema acuda al Rey por elevación y desesperación, también por desconocimiento de sus funciones, pero, de un modo u otro, el hecho lo enreda y, por parte del Gobierno, lo contamina al implicarlo con vil malicia en las negociaciones que mantienen con ERC, para regocijo antimonárquico y soberanista.
La magnanimidad del Ejecutivo es inconmensurable, sobre todo con los que vejan el Estado de derecho, en general, y al Rey, en particular. Y exculpa su arbitrariedad, el chantaje al que se presta, con la presunción de un pacto que amordace el conflicto. No existe un solo caso en la historia en el que los nacionalismos hayan renunciado o reducido sus ambiciones otorgándoles privilegios. La hostilidad de las acotadas fuerzas independentistas es una constante, y cobrarán energía con los indultos a sus dirigentes presos, pero mientras no vayan contra Pedro Sánchez, la humillación al Estado, el intolerable maltrato a los ciudadanos catalanes no nacionalistas, está justificado. La metástasis ha alcanzado al mundo empresarial. El presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, avala los indultos "si con ellos se normalizan las cosas". En este caso, todo por la pasta, por la presunta pasta.
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