Rusia está condenada a pagar un alto precio reputacional por la zafiedad de sus dirigentes. Lo apuntaba ayer Fernando Faces en esta misma sección, cuando se comienza a conocer la cruda realidad de su población, sometida a los intereses de una estructura oligarquizada del poder. El país más extenso del planeta, con una población tres veces mayor que la española, pero con un PIB bastante similar al nuestro, también tiene el segundo ejército más poderoso del mundo. Es la única baza a favor de las aspiraciones hegemónicas de su presidente, pero le fallan todas las demás. Sobre todo, la económica.

El presupuesto de defensa ruso en 2020 ascendió a 55 mil millones de euros y fue el cuarto del mundo, tras India (67), China (226) y Estados Unidos (684), pero de orden similar al Reino Unido, y solo algo superior a los de Francia, Alemania o Japón. La diferencia es que en Rusia representa el 4,3% del PIB y el 11,4% del total del gasto púbico (mayor que el gasto en salud), mientras que en Reino Unido estos mismos porcentajes fueron 2,2 y 4,2, en Francia 2,1 y 3,3, en Alemania 1,4 y 2,6 y en Japón 1 y 2,1. Estos datos nos indican, por un lado, que la potencia militar rusa supone un alto coste para el país y la necesidad de exprimir al máximo las posibilidades de su economía, mientras que en el resto de Europa y Japón, con el que mantiene un vieja disputa sobre el archipiélago de las Kuriles, todavía existe un amplio margen de maniobra financiero. Por otro, que la indiscutible potencia de intervención inmediata de su ejército, probablemente choque con importantes dificultades para recuperarse del desgate de un conflicto bélico prolongado, que es lo que ahora se conoce como resiliencia.

El problema no es solo el reducido tamaño de su economía, en relación con la población, ni la desigualdad con que se distribuye su excedente entre los ciudadanos; también su particular relación comercial con el exterior. Un país tan grande y con tantos recursos naturales debe aproximarse bastante a lo que intuimos como autosuficiencia y capacidad para resistir bloqueos y sanciones. De hecho, su balanza comercial tuvo en 2020 un superávit equivalente al 6,2% de su PIB, pero hay un problema de fondo. La mayor parte de sus exportaciones (290 mil millones de euros) son hidrocarburos, mientras que en los 210 mil millones de sus importaciones hay productos de todo tipo. Los rusos obtienen del petróleo y del gas exportado una parte importante de los recursos que necesitan para vivir, pero su economía ha de abastecerse de casi todo en el exterior para funcionar, incluidos los alimentos.

La inversión extranjera iba permitiendo que una parte de las manufacturas y los suministros comenzasen a producirse dentro del país, pero las sanciones por la guerra indican que su economía sigue siendo igual de vulnerable. Las empresas extranjeras se marchan y el boicot en el exterior amenazan con frenar los ingresos por exportaciones y el funcionamiento de sectores estratégicos, mientras que la devaluación del rublo garantiza un encarecimiento brutal de las importaciones, las que consigan mantener, y un aumento de la conflictividad social, nada tranquilizadora para Putin y sus secuaces.

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