últimamente estoy muy cabreada con mi sujetador. La mascarilla, y la rabia con la que la precipito al entrar por el pasillo de mi casa, en dirección a la mesa recibidor donde dejo las llaves, ha despertado en mí un odio irracional e incontenible hacia esa prenda. El calor sofocante, provocado por la mascarilla, que ha de estar en contacto con la cara y que nos sirve para estar protegidos y proteger, ha puesto en jaque al maltrecho sostén que, apacible y discretamente, no me había dado problemas en -pongamos- menos de dos décadas. Ese otro trozo de tela que injusta (e incómodamente) tenemos que llevar todas las mujeres sin distinción, se ha ganado mi declaración de guerra oficial desde que apareció en escena el covid.

El otro día antes de la siesta dominguera pensé en ello. En la primera vez que mi madre me regaló un conjunto de lencería. Era de algodón blanco con una parte de arriba que mi abuela insistía en llamar body y que era un trozo rectangular, de escote cuadrado y tirantes con una puntilla. Yo sentí que era mayor, que por fin las normas se acabarían y que iría ganando autonomía en una casa que se sustentaba en las prohibiciones. Tenía nueve años y estaba equivocada. No mucho ha cambiado desde entonces y si ese conjunto estuviera a mi disposición me lo podría poner. Por no hablar de las normas que siguen tan vigentes como antes. Una de las ventajas de tener poco pecho, a sabiendas de las aireadas por Shakira, es precisamente que nunca eres una amenaza. Pensaba el domingo: ¿Por qué las mujeres se ponen sujetadores? ¿Es por comodidad o para evitar la provocación? Me decanté por la segunda a tenor de lo vivido.

Mi madre, pechuda ella, tiene una hendidura en los hombros provocada por el paso de los años y el peso de su prominente busto. El color de la piel de ese pequeño surco, generado por el peso y la presión de los tirantes es de un rosa intenso y conforma una especie de valle por el que podría discurrir el agua de un río. A pesar de que me diga que no le duele, le tuvo que doler algún día. Pero resistió el dolor y la incomodidad de llevarlo y ahí están sus señales autoinfligidas. Resistió de la misma forma que antes que ella otras mujeres resistieron los corsés que las dejaban sin respiración. Estoy segura de que si esto le hubiera pasado a los hombres la prenda habría evolucionado. Pero el conformismo es una cualidad inherente a la mujer. El sujetador no es el remedio para soportar la gravedad, es un objeto para sosegar los instintos. Es el símbolo de feminidad por excelencia que sobrevive a pesar de que su función no debería tener sentido en una sociedad tan avanzada como la nuestra. Pero ahí está. Por los siglos de los siglos, amén.

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