Hay anécdotas que retuercen lo previsto y tal como pasó con los sobres cambiados en los Oscar de 2017, cinco años después el inopinado hostión de Will Smith a Chris Rock ha eclipsado por completo todo lo sucedido en la noche de los Oscar. Trastocó el ambiente de la gala y de la impresión de los que la seguían en directo (un puñado de insomnes en nuestro país) y alteró las agendas de los matinales, que de relatar el palmarés se centraron en una escena que sigue asombrando en cada visionado. Es lo que tiene la viralidad: a fuerza de contemplar una misma escena necesitamos repetirla en bucle, ya sea por sobrecogimiento, fascinación o risa (como nos sucedió a todos los españoles el 6 de enero con el oso gaditano). No importa el directo, el diferido se vive en estos instantes virales como un presente continuo. Y queda para la historia.

Unos instantes tan reales e imprevisibles dan pie a interpretaciones pasadas y del momento, memes de todo tipo de calibre y deleite diseccionando los gestos previos, que no hacían delatar la agresividad de un segundo de asombro, y las reacciones del auditorio (que para eso sirve la Ultra HD). Hay quienes se entretuvieron en la moviola de siempre para ver el grado de impacto de la guantá.

También están las suposiciones, qué hubiera sucedido si hubiera sido un actor blanco el agresor o el agredido, y una riada de comentarios y opiniones que deberían desembocar en un solo punto: la violencia física sólo agrava y daña más cualquier situación. Will Smith con su mano abierta se ha hecho más daño a sí mismo que todo el correctivo que quisiera dar en el momento.

El agresor no tiene ninguna justificación por muy grueso que se le antojara el comentario del anfitrión, en la típica interacción ácida del presentador ante su selecta concurrencia. Nada del otro mundo. Una agresión y una actitud que incomoda a todos pero con la que sale perjudicado sobre todo su autor. Tras la parálisis ante lo vivido, la historia de este actor ha cambiado para siempre.

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