Para convencer a alguien de que vea La emperatriz sólo bastaría decir que es el The Crown austríaco. Y es así. Con el afán entre la didáctica y la telenovela de lujo se pretende construir una serie de época en el que la Historia pesa más que los giros de guion. Todo maquillaje de la realidad se justifica en pro del ritmo y de la sorpresa argumental. Isabel II está más presente y reciente que su tocaya de Baviera, reina de los húngaros y sacudida por las intrigas e intereses de ese Frankenstein geográfico, como fue la UE llamada Austria Hungría, que derivó en un ajuste de cuentas entre nacionalismos y racismos que pasa por la Segunda Guerra Mundial y alcanza hoy a lugares como Kosovo.

La Emperatriz apela a The Crown para desmontar las películas de valses de Romy Schneider donde Sissí sufría los rigores de la corte centroeuropea entre merengues de la Cenicienta de Disney: una ensoñación de tiempos mejores en cinemascope. Ese mito se transforma ahora en un personaje de carne y hueso que dará para muchas temporadas. La primera, sobre la juventud de la esposa del taimado Francisco José, abarca apenas el arranque del reinado juvenil, con episodios en los que se relata como pinceladas de óleo los que son destellos y anécdotas. The Crown recurre más a los episodios temáticos en lugar de la narración lineal típica de un serial.

La joven Dervim Lignau no parece tener la suficiente personalidad para un personaje que ha de acaparar el centro de una ficción en la que la ambientación de época no ha de ser un simple atrezzo, como sucede con el tostón de Los Bridgerton. La primera temporada de La Emperatriz, la serie del momento en Netflix, es el camino para tandas mejores. La Historia de esa corte y ese tiempo de cambios sociales lo permite.

Como personaje tiene mucho más potencial el cuñado, el desdichado Maximiliano. Se merecía más la serie que Sissí que de todas formas también pedía desde su tumba vienesa que revisaran su existencia de vaivenes.

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