Siempre nos quedará Manhattan

La ciudad arremete contra las redes sociales por los daños a los menores, y sus costes

Anueva York hemos ido invitados por Woody Allen. Tanto, que nunca he querido ir a Manhattan: es de temerse que aquel sitio que has vivido con sus películas te decepcione como turista de varios días. De la metrópoli por antonomasia escribió Lorca en el poema Grito hacia Roma, recogido en Poeta en Nueva York (1930), que era una ciudad donde “no hay más que un millón de herreros forjando cadenas para los niños que han de venir”. No sabemos si se refería a las patologías mundiales del capitalismo financiero salvaje cuya sede está en esa isla pequeña pero inmensa. De hecho, Federico estuvo allí en los días convulsos de la histórica debacle de la bolsa de 1929. Dicen que Josep Pla, en modo catalán tópico, dijo al llegar allí en 1954: “Todo esto... ¿quién lo paga?”. Hace unos días, en estas páginas, Carlos Colón escribía en una columna titulada Un canal para Woody Allen que el cineasta ha reflejado “como muy pocos lo que Joseph Conrad llamó ‘esa dudosa media luz de la vida’, esa cualidad dulce y triste a la vez que tienen las canciones de Gershwin que él tan magistralmente ha usado”. A los asombros provincianos del granadino y el de Palafrugell, es preferible esta pincelada que se resiste al imperio de la cancelación puritana que declara anatema a obras de arte fenomenales –como Manhattan, Delitos y faltas y Hannah y sus hermanas– por la inquisición de lo políticamente correcto. Nueva York, allá donde esté, sigue enseñando la matrícula al resto del mundo, ya en asuntos más pragmáticos que la literatura o el cine: en la economía, y no la que se cuece en un Wall Street que también ha dado fenomenales películas y documentales. En la economía municipal; porque Nueva York, después de todo, es un municipio. Que recientemente y de la mano de sus alcaldes –ahora, el afroamericano Eric Adams, antes jefe de la Policía– ha marcado tendencia en dos asuntos globales que al mundo se les van de las manos: el turismo y las redes sociales.

En 2014, Nueva York, otro alcalde, Bill De Blasio, declaró la guerra por “competencia desleal” a Airbnb, la plataforma de alquiler de viviendas online. Por esa iniciativa, el fiscal general de Estado acusó a Airbnb de ser una tapadera para hoteles de bajo coste que ofrece pisos y habitaciones en casas de vecinos, como si fueran particulares, saltándose la norma que impide un alquiler de menos de 29 días. Ahora, Nueva York arremete contra Facebook, Instagram, Snapchat, Youtube y Tiktok por hacer negocio sin reparar en los daños que ocasionan en la salud mental de niños y adolescentes. Como si de una epidemia o una trama de tráfico de drogas se tratara, el alcalde Adams afirma que estas redes suponen “una emergencia de salud pública”, porque “están concebidas con características adictivas y peligrosas que se aprovechan del interés de los niños por el descubrimiento y el juego”. Acoso online, depresión, anorexia y bulimia, propensión al suicidio. Es, y ahí está la clave, una iniciativa de pura gestión municipal, más allá de la carga de fondo que llevan los productos de Silicon Valley y de otros centros estadounidenses y chinos. Lo que alegan los equipos jurídicos de Nueva York es que estas redes, en apariencia inocuas, les crean enormes gastos. De momento, su palanca no es demasiado millonaria: piden que se les compensen los 100 millones anuales que la ciudad debe dedicar a tratamientos psicológicos. Y otra palanca poderosa: en menores de edad. Ya que causan adicción, que por lo menos contribuyan a su curación. Uno recuerda que fue en Estados Unidos donde un pobre hombre, enfermo de cáncer de pulmón y de la mano de un abogado, quizá un judío de Manhattan, le dio un hachazo en sede judicial a Phillips Morris. Menos mal que nos queda Nueva York.

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