El Poliedro

Tacho Rufino

¿Resistirse al Metaverso?

Facebook, Instagram y Whatsapp surgieron de la trivialidad, y emergen como grandes titiriteros de un nuevo mundo, virtual

Facebook es una red social. Un lugar virtual, adjetivo que, según la Real Academia Española (RAE), es algo “que sólo existe de forma aparente y no real”. Pero qué va, Facebook es una realidad como la copa de un pino: realidad, también según la propia RAE, es “existencia efectiva de algo (…) lo que ocurre verdaderamente (…) o tiene valor práctico, en contraposición a lo fantástico e ilusorio”. Que existe Facebook o Instagram o WhatsApp –las tres son plataformas de la misma empresa– es indudable, tanto por el tiempo que dedicamos en nuestros días y horas a interactuar con otros en ellas, como por el rotundo hecho de que más de la mitad de la población del planeta se ha congregado en ellas por su propio pie, de esa forma gratuita con que las cosas acaban siendo adictivas. Y, sin ser irreales, las redes ofrecen a la vez un mundo paralelo, fantástico, donde uno puede ser su un alter ego y su yo soñado. Que tiene “valor práctico”, quién puede ponerlo en duda. Práctico y ubérrimo. Millones de millones; de gente, y de dólares.

La corporación con sede en Menlo Park, California, fue fundada en Harvard por Mark Zuckerberg y otros compañeros de facultad en 2004. Hoy se llama Meta, un prefijo griego que significa “que abarca” y “que trasciende”. Y sí, Facebook, Instagram y WhatsApp abarcan, y cómo, y trascienden a las personas adscritas a ellas; las aglomera más allá de sus propias realidades como ‘humanos’, o sea, seres vivos con sofisticadas necesidades sociales: relacionarse, dejarse ver, promoverse, compartir instantáneas idealizadas de viajes, ligar, aparentar, comprar, vender, hacer pandilla ideológica, estafar. Todo eso, a tiro de teclado, de forma remota e íntima: oh paradoja. En un mundo empequeñecido, aunque multiplicado e hiperconectado, las redes sociales son un negocio: de qué si no. Facebook es la séptima empresa del mundo en valor, y su rentabilidad proviene de la mansedumbre de sus usuarios. Son los datos, los ‘big data’, estúpido. Las redes, también por definición, son estructuras destinadas a atrapar. Una vez atrapados, los jilgueros o los atunes pían y nadan... con una merma de libertad. No haberte metido en nada, diría un séneca. El teléfono inteligente sabe de qué vas tú, y te pastorea comercialmente, te ofrece lo que parece que quieres, conoce tus gustos. 

En octubre del año pasado, un apagón de estas redes sociales causó horror, terror y pavor en la cotidianidad de sus más de 2.000 millones de usuarios. Un gran bocado de realidad. Anteriormente, la compañía fue acusada de haber suministrado detalles privados –¿lo son, si uno los comparte con agrado?– de millones de personas a Cambridge Analytica, una empresa de ‘minería de datos’ y de estrategia electoral que es sospechosa de haber aupado en buena medida a Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos en 2016 (Cambridge Analytica desapareció poco después). Mark Zuckerberg ha anunciado que su empresa pasa a llamarse precisamente Meta. Un nuevo mundo, al que resulta ingenuo llamar virtual. En él podremos vivir otras vidas, que no dejan de ser las nuestras, y que nos ofrecerá infinitos servicios: reuniones de trabajo o estudio, diversión con videojuegos –una clave inesperada de una revolución social–, clases, consultas profesionales y médicas; inversiones y compras, relaciones sentimentales. Lo que usted pueda imaginar y desear.

Resistirse al Metaverso –“más allá del universo”, ahí es nada– que viene sin remisión con Meta está entre lo rebelde y lo anticuado: lo revolucionario hoy es la resistencia a internet, el afán de gozar de criterio propio y de intimidad. “En Nueva York [Silicon Valley] no hay más que un millón de herreros forjando cadenas para los niños que han de venir”. Es un verso de Lorca. Nos vemos en el ciberespacio, gente.

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