Análisis

Joaquín Aurioles

Nuevo orden económico internacional

El planeta se ha vuelto inseguro y cada país percibe sus consecuencias según sus circunstancias. Desde las grandes convulsiones que no estaban en la agenda de la globalización hacia el progreso y el bienestar, desde la crisis de 2008 a la invasión de Ucrania, pasando por la primavera árabe, las crisis migratorias, los desastres naturales y el cambio climático, el esplendor del populismo y el coronavirus, a los conflictos locales capaces, por muy secundarios que puedan parecer, de poner patas arriba a la convivencia. Ahí están los chalecos amarillos, las fiestas en Downing Street o las protestas de un grupo inicialmente minoritario de transportistas en España.

El mundo en su conjunto ha prosperado con el auge del comercio internacional y la expansión de los mercados financieros y de ello han sabido aprovecharse algunos países hasta hace poco encasillados en el "tercer mundo", pero que ahora se sientan por derecho propio en las reuniones del G-20 y otros foros para la coordinación global de las políticas económicas. Son algunas de las consecuencias positivas de la globalización, pero también ha dado lugar al aumento de la desigualdad, de las tensiones internacionales y a una mayor exposición a las perturbaciones externas. En el plano interno, la huelga del transporte nos demuestra que la contagiosidad de la indignación puede hacer que cualquier marejadilla se convierta en tsunami y nos recuerda que existen fisuras en nuestro mundo globalizado por las que fácilmente se cuela el virus de la inestabilidad. Influye la visibilidad que proporciona la tecnología, pero también la obsolescencia de las reglas que han gobernado las relaciones internacionales desde mediados del pasado siglo.

Algunos organismos vinculados a Naciones Unidas, incluida la organización matriz, han salido malparados de sus últimos desafíos existenciales y la parte del mundo que depende de sus iniciativas se ha visto obligada a pagar, como en el caso de las vacunas, un alto precio por ello. No se trata de señalar culpables donde hay que reconocer esfuerzos encomiables, pero sí reconocer limitaciones estructurales en muchas de sus agencias para soportar las nuevas dimensiones de algunas problemáticas concretas. En este mismo sentido, la escalada de las sanciones económicas como herramienta central en la resolución de conflictos, que anteriormente daban lugar a respuestas de tipo militar, invita a considerar la conveniencia de revisar, si no de renovar profundamente, los pilares del orden económico internacional que en 1944 se levantaron en torno al Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, ahora con dificultades para intervenir allí donde las esferas estrictamente económicas y financieras interfieren con las de orden geoestratégico y de seguridad.

El problema es que ni en estos momentos se dan las condiciones para el imprescindible consenso global que exigiría la reforma, ni existen indicios de que vayan a darse en un futuro inmediato. El reto para Europa es que, aunque sus prioridades geoestratégicas estén claras, no puede permanecer en su indefinición operativa hasta que las circunstancias para el consenso sean las adecuadas.

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