Análisis

rogelio rodríguez

Madrid ha incendiado el sanchismo

El 4-M ha generado un nuevo estado de ánimo entre los defensores del sistema constitucional

Decía Rudyard Kipling que "la victoria y el fracaso son dos impostores". Qué otra cosa, si no, podían arrojar las urnas de la Comunidad de Madrid tras una campaña electoral repleta de infamias, desnaturalizada desde el instante mismo de la convocatoria. La impostura general no desmerece el triunfo inapelable de Isabel Díaz Ayuso, pero sí, al menos, debiera atemperarlo. Madrid tiene un caché histórico contra el transgresor, que suele ser expansivo. El pueblo no afrontaba una elección en puridad entre programas políticos contrapuestos, una perseverante minusvalía democrática, sino un plebiscito sobre la gestión del Gobierno de Pedro Sánchez.

El éxito radicaba en la movilización del voto negativo y en la capacidad de atracción del cabeza de lista. En ese cometido se volcó el PP, con una receta de liberalismo simplista y una candidata singular que en los dos años que lleva de presidenta ni ha rebajado la carga fiscal de los madrileños, ni ha logrado aprobar los presupuestos prometidos, ni cabe celebrar sus dispares medidas frente a la pandemia, pero que, a partir de un rol victimista, hasta la ironía de reconocer que no era Churchill, personificó con resuelto valor el reto heroico de David contra Goliat. Pablo Casado se tapó tras los sondeos que encumbraban a su emperatriz de Chamberí y azuzó la estrategia: el adversario no era el infeliz Ángel Gabilondo, ni ese dóberman mellado que es ya Pablo Iglesias, de cercenar sus electorados se ocupaban los errejonistas de Más Madrid, el gran rival a batir era el inquilino de La Moncloa. La situación es vaporosa y la candidata divulgó el lema con sensitiva eficacia: Madrid es España.

La victoria de Díaz Ayuso tiene gran mérito porque, al margen de la coyuntura que la propicia, es emotiva y representa una derrota sin paliativos del sanchismo autocrático y una barrera, de momento infranqueable, a las caníbales aspiraciones de Vox. La acusaban de ser la facción ultraconservadora del PP y ha teñido también de azul el cinturón rojo de Madrid y distritos como Vallecas, del que Santiago Carrillo decía que no se puede pisar vestido de esmoquin. En el repleto y abigarrado zurrón de la controvertida y ya célebre presidenta madrileña están la mayoría de los votos que tenía Ciudadanos y una significativa siega de socialistas nostálgicos. Los populares que, a pesar de sus copiosos escándalos, monopolizan el Gobierno de la Comunidad de Madrid desde 1995, han recuperado la hegemonía del centro derecha y, como gracia añadida, gozan del quebranto de los partidos de izquierdas, con el PSOE como mayor damnificado.

Es probable que el resultado del 4-M no tenga ahora reedición en otras comunidades, en Cataluña y País Vasco es un imposible, pero ha generado un nuevo estado de ánimo entre los defensores del sistema constitucional y ha abierto un frente interno en el PSOE, que el aparato de Ferraz abordará con puño de acero. En el socialismo ha prendido una llama. Cunde la alarma entre sus baronías. Sánchez se ha liberado de Iglesias, pero tiene en Madrid esa pesadilla que tanto abrumó a Larra.

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