Con el paso de los minutos La Fortuna va ganando en interés en esa intriga contra el Estado desde dentro del Estado que Alejandro Amenábar prefiere convertir en novela de aventuras más que en un siniestro juego político. A fin de cuentas personajes como el ministro de Elejalde se despojan de épica y se convierten en tipos con buena voluntad y un inglés bien construido con el que dan lecciones a los pérfidos. Los españoles deambulan con nuestro nivel medio en inglés y hay pronunciaciones que no han sido mejoradas tal vez para dejar esa impronta generacional de estar peleados con los fonemas raros. También Clarke Peters parece disfrazarse de Morgan Freeman y Álvaro Mel, que no lo hace tan mal como barrutaban, sería el Freddie Highmore que hubiera querido tener el oscarizado director en su debut televisivo con Movistar +. Stanley Tucci sólo pone un par de caras, pero, ya sabemos, cómo llena la pantalla.

Un algecireño como Manolo Solo era el más indicado para el genial majareta de Horacio, pasado de vueltas en sus diálogos de comedia lateral. El acento andaluz no debería ser sólo el de los bajunos. Para ser quien aporta los datos claves podría tener un margen mucho más ejemplar. Amenábar prefiere concentrar la prescindible moralina política en la pareja investigadora, el chico pijo idealista, conservador, limpio y tontorrón y la treintañera en viaje de vuelta, lesbiana, profudamente progresista e íntegra. Demasiado fácil. El patriotismo es una materia flexible e intrepretable, insiste el director. Otro algecireño, Víctor Clavjio, parece desaprovechado.

La Fortuna arranca sin creerse lo que es y sus personajes, tampoco. Hay que dejar que las tramas avancen para entrar en ese navajeo florentino de las altas esferas que Amenábar presenta en encuadres de documental. El riesgo de un director de cine experimentado no se percibe en estos tres primeros capítulos. En su primera incursión televisiva el realizador hispano-chileno parece limitarse al pulso de cumplir con un trabajo académico y justito. A ver.

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