En la salud, en la química y en la enfermedad
Comedia romántica, Estados Unidos, 2010, 105 min. Dirección: Edward Zwick. Guión: Charles Randolph, Edward Zwick y Marshall Herskovitz; basado en el libro Hard sell: The evolution of a Viagra salesman, de Jamie Reidy. Fotografía: Steven Fierberg. Música: James Newton Howard. Montaje: Steven Rosenblum. Intérpretes: Jake Gyllenhaal, Anne Hathaway, Judy Greer, Hank Azaria, Gabriel Macht, Oliver Platt, Jaimie Alexander, Katheryn Winnick, George Segal. Arcángel, Guadalquivir, El Tablero, Artesiete-Lucena.
La comedia romántica contemporánea sigue luchando por regenerarse a golpe de realismo, siempre dentro de un orden y sin faltar a las normas básicas del género, que pasan por la consabida química entre sus intérpretes y por el inevitable peaje de la venta del amor verdadero como colofón a su tiovivo de emociones enlatadas.
En el caso de esta Amor y otras drogas que dirige Edward Zwick, cuya querencia por la épica y el espectáculo (Leyendas de pasión, Estado de sitio, El último samurái, Diamante de sangre) se nos antoja incompatible con este encargo, el guión que firma Charles Randolph a partir de la novela de Jamie Raidy juega a intercambiar clichés asociados a los roles masculinos y femeninos, a saber, a sensibilizar al hombre y a sexualizar a la mujer, con la feliz década de los 90 y la industria farmaceútica como trasfondo para el encuentro entre un conquistador con ganas de comerse el mundo (Jake Gyllenghaal) y una chica bohemia con una sonrisa irresistible (Anne Hathaway).
Tal y como mandan los tiempos, ahora se folla primero y se pregunta después, o lo que es lo mismo, el sexo queda emancipado del amor para, en última instancia, subrayar que lo importante, lo bueno y lo deseable es que ambas cosas vayan juntas.
Si a todo ello le añadimos la enfermedad como coartada sentimental y pasamos por alto que la casa Pfizer se ha pagado uno de sus publirreportajes más caros de toda su historia, indulgentes chistes privados incluidos, podremos concluir que Amor y otras drogas vuelve a ofrecer la misma idealización de siempre del amor romántico para públicos que, en el fondo, echan de menos épocas menos complicadas.
Jake Gyllenghall rentabiliza las horas de gimnasio de El Príncipe de Persia y exhibe su virilidad en escenas eróticas de voltaje medio en las que una generosa Anne Hathaway descubre al fin que para desmentir su imagen angelical no está de más enseñar cacho, aunque sea de refilón y con la sábana siempre a mano para el plano corto.
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