La proyección del baile de autora

Rocío Molina, durante su montaje 'Vinática', el pasado domingo.
Baldomero Pardo

12 de julio 2011 - 05:00

Baile, dramaturgia y coreografía: Rocío Molina. Toque y música: Eduardo Trassierra. Cante y mandola: José Ángel Carmona. Palmas y baile: José Manuel 'El Oruco'. Fecha: domingo 10 de julio. Lugar: Gran Teatro. Tres cuartos de entrada.

Rocío Molina era para mí sólo un nombre artístico, lo reconozco, con un representante envidiable consiguiendo dar a conocer la gracia de su poderdante. Ni si era cantaora, bailaora o tocaora; sí que era flamenca, hasta ahí. Mas, por si a alguien interesa, tomen nota y síganla. Ya que figuras del baile vanguardista, con originalidad y sentido de la creatividad y catálogo variopinto las hay y con complacientes seguidores; no precisamente los que se mantienen firmes junto al canon. Pero con esta malagueña en el escenario se perciben otras sensaciones.

Y, por joven, no es ninguna advenediza pues, siendo una niña, ya apuntaba maneras que no pasaron desapercibidas para María Pagés, que la captaría para placearla junto a su elenco por nuestro país, y afuera. Verbigracia otras figuras; y ella, exhibiendo su baile y su singular personalidad. Hasta que en 2005 se embarcara en El Eterno Retorno, primer espectáculo propio, estrenado junto a artistas consagrados y dirección de altura, para que Rocío lo llenara todo.

Mas, centrándonos en su Vinática, el último de sus montajes estrenado al final del verano pasado, por lo precedido, acudimos expectantes y al tanto de lo que ella misma había declarado: el que más esfuerzo le supuso, por decidirse a trabajar sobre la deformación, la deconstrucción del movimiento y de la técnica, y volver al principio corrigiendo errores. Y como durante los meses de ensayo tuviesen que superar sobrevenidas dificultades, mucha gente que participaba en el montaje por distintos motivos quedó atrás. Todo, intentando encontrarse consigo misma, partiendo de la idea de Roberto Fratini, pensando en que "cada uno de nosotros, con una ojeada retrospectiva sobre la propia historia, constatará que su personalidad de niño, aunque indivisible, reunía en sí diferentes personas". En él está la metáfora de la vid y las propias copas de vino, pero no sólo eso, de ahí su críptico enunciado, aunque la forma verbal haga pensar en dependencia, "lunática y gótica", para ella; y, por la poética existente, aportando estética.

Espectáculo -para mí, una performance-, con una introducción dispersa, acorde con esta escenificación, no despejando ideas ni hacia dónde va, sin duda provocando al espectador. Y sin llamar a engaños -lo ha venido anunciando- entra en dinámica, tras el recitado con fondo romántico de Chopin; un toque por bulerías -discontinuo- para zapateado y danza, cante de trilla a palo seco, toque por cantiñas derivando en fantasía para danza, la zambra -cante y baile- popularizada por El Pinto, acompañada de mandola. Y a partir de ahí encontrarnos con una Rocío Molina, ya de lleno en la vorágine flamenca, con la mandola ahora por tangos, disfrutando en una porfía con el bailaor, zapateando y llevando el compás con los nudillos en una caja, por bulerías jerezanas, seguiriyas. Y el final, en una fantasía al toque y el Chopin del comienzo, simulando afección por el efecto de los néctares ingeridos, en una danza sublime.

Nada fácil, desde luego, captar todas las sensaciones y los conceptos que la protagonista lleva en mente transmitir. Pero, cómo no admirar los méritos, a primera vista muchos, junto a su grupo, todos inmersos en el espíritu que impera. Una transgresión. Es verdad. Y el público, que algo sabrá, aplaudiendo puesto en pie.

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