Los Pazos de Ulloa | Crítica

Pazos al escenario

Momento de la obra.

Momento de la obra. / IMAE Gran Teatro

Cada centenario se puede convertir en ocasión para conmemorar hechos históricos o rendir tributo a personajes relevantes en la historia. 2021 ha propiciado que Emilia Pardo Bazán recibiera su merecida recompensa y sobre los escenarios de la geografía española gira la adaptación teatral de su novela cumbre: Los Pazos de Ulloa.

La correcta y hábil adaptación firmada por Eduardo Galán confiere al sacerdote Don Julián, protagonista de la novela, la labor de interlocutor que narra e interviene en la acción a fin de poder comprimir cientos de páginas en un texto capaz de interpretarse en poco más de hora y media. De esta forma conoceremos la confrontación entre los mundos rural y urbano en la Galicia de finales de siglo XIX.

Los modales y formas aprendidas por Don Julián entran en conflicto al ser destinado al Pazo de Don Pedro Moscoso. El Marqués de Ulloa solo tiene de noble el título que ni siquiera ha heredado, pues lo compró. En sus tierras gobierna el caos y la brutalidad: a Don Pedro solo le preocupa complacer sus instintos, entregándose ociosamente a partidas de caza, borracheras y revolcones con su criada Sabel, hija de Primitivo, el guarda del pazo y quien realmente maneja a su antojo los bienes del Marqués.

Por las estancias mugrientas andorrea Perucho, hijo bastardo de la criada y el señor, al que tratan como si fuera un animal. En su intento de poner orden, el sacerdote convence al Marqués a que abandone por una temporada el pazo y se instale en casa de su tío en Santiago. Allí conocerá a sus hijas casaderas y entre ellas elegirá a Nucha para contraer matrimonio.

El regreso al pazo con su flamante y embarazada esposa augura un giro al recato y civismo en la vida de todos sus habitantes, un punto de inflexión que se trunca cuando Nucha da a luz una niña y rompe las ilusiones de Don Pedro de tener un primogénito legítimo y varón. El Marqués vuelve a sus abyectas correrías de antaño y todo desemboca en el desenlace fatal, previsible y esperado.

Sin duda alguna, no ha sido fácil plasmar sobre la escena esta singular obra, pero contar con un soporte técnico y artístico de primera categoría siempre ayuda y este es el factor más destacable de la producción que lo ha subido a las tablas. Mónica Teijeiro y José Tomé con su escenografía y vestuario, la iluminación de Nicolás Fischtel y el espacio sonoro de Iñigo Lacasa transforman con brillantez y potencia el vacío de la caja negra en una experiencia inmersiva para el elenco quienes bajo la dirección de lujo de Helena Pimenta se sumergen cada uno en la laboriosa tarea de dar vida a cada personaje.

Magníficos en sus desdobles tan antagónicos Francesc Galcerán como Primitivo y el Señor de la Lage y Diana Palazón como Sabel y Rita. Esther Ilsa y David Huertas convencen con sus respectivos papeles de Nucha y el Médico. Marcial Álvarez y la sobredosis desbordante de energía que despliega se merienda la escena interpretando a Don Pedro. Pere Ponce demuestra con maestría su buen y saber estar, otorgando el contrapunto perfecto de antihéroe que da réplica a tanta vileza acumulada en un solo lugar.

Emilia Antonia Socorro Josefa Amalia Vicenta Eufemia Pardo-Bazán y de la Rúa-Figueroa, doña Emilia para sus coetáneos, sacó el máximo partido a su privilegiada posición social para instruirse y reivindicar derechos que a las mujeres en aquel tiempo les negaban. Sus escritos plasmaron un pensamiento progresista que no fue del todo secundado en su vida privada, pues ella misma se definía como devota católica y conservadora. Pero, ¿qué sería de la vida de las personas sin ambigüedades? Pese a tales contradicciones, Doña Emilia supo bregar en el mundo de los hombres, sin salirse mucho del tiesto logró empoderarse y regalar a la literatura universal su proverbial obra. Ahí queda.

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