Este oleaje ya es hogar
Rumor de fondo
En los clásicos de la literatura el mar encierra todos los peligros fatales, pero también una oportunidad: la de ser otros, en permanente viaje, sin orilla que aguarde el regreso
El placer de leer la Historia

Según canta Homero, una vez llegado a Pilo, Telémaco es recibido por Néstor, quien rinde honores al hijo de Ulises y sus hombres con un banquete. Néstor se refiere al mar como “húmedos caminos”: “¿Venís por algún negocio o andáis por el mar a la ventura, como los piratas que divagan, exponiendo su vida y produciendo daño a los hombres de tierras extrañas?” El mar es en la Odisea ruta conocida y, a la vez, enigma lleno de peligros, puerta al infierno en la que el agua no duda en aliarse con el elemento contrario con tal de arrebatar la vida a los incautos: “Ninguna embarcación de hombres, en llegando allá, pudo escapar salva, pues las olas del mar y las tempestades, cargadas de pernicioso fuego, se llevan juntamente las talabas del barco y los cuerpos de los hombres”, advierte Circe a Odiseo sobre el terrible paso por las peñas Erráticas. Anfitrite, diosa del mar en calma, consorte de Poseidón, revela aquí su peor cara. Circe recuerda a Odiseo que solo Jasón pudo doblar aquellas rocas a bordo del Argo. Apolonio de Rodas cuenta por su parte en las Argonáuticas cómo, mientras el Argo surca infructuosamente el lago Tritón (de agua salada) en busca de una salida al mar, Jasón dirige esta plegaria al hijo de Poseidón y Anfitrite tras intuir su cercanía: “Divinidad la que seas y que te has aparecido en los confines de este lago, tanto si eres Tritón, el monstruo marino, como si te llaman Forcis o Nereo las hijas de la mar, senos propicio y concédenos un término grato para nuestro retorno”. El colosal Tritón se aparece a los argonautas con su cola de bestia marina y los encamina a Creta.
En la Antigüedad, lejos de permanecer como un elemento estático, el mar no solo perturba a los viajeros, sino que desplaza continentes y modifica los mapas. Platón describe así en el Timeo una isla desaparecida en el extremo occidental del Mediterráneo tradicionalmente asociada a la Atlántida: “Entonces aquel mar se podía atravesar, pues tenía una isla delante de la desembocadura que vosotros llamáis, según decís, columnas de Heracles. La isla era mayor que Libia y Asia juntas, y desde ella era posible par los que viajaban en ese tiempo acceder a las otras islas”. Del mismo modo, el viento moldea la suerte de los viajeros a placer: tras el reencuentro con Anquises, Eneas, según relata Virgilio en la Eneida, se aproxima a los cruentos dominios de Circe, pero un viento raudo acude a su rescate: “Para que maravilla semejante no sufrieran los piadosos troyanos si entraban en el puerto, ni padecieran un litoral cruel, Neptuno llenó sus velas de vientos favorables, propició su huida y los lanzó más allá de hirvientes escollos”.
En la Edad Media, Jorge Manrique encuentra en el mar la más depurada representación de la muerte más íntima y existencial: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir”. A comienzos del siglo XVII, Shakespeare prefigura en el mar embravecido la sed de venganza de Próspero en La tempestad, pero los vientos desatados por Ariel vuelven a traspasar el corazón del hombre para hacerse, de nuevo, épica y salitre: “¡Ánimo, muchachos! ¡Vamos, valor, muchachos! ¡Arriad la gavia! (…) ¡Vientos, mientras haya mar abierta, reventad soplando! (…) ¿Qué le importa el título de rey al fiero oleaje?” Mientras tanto, don Quijote sufre en la playa de Barcelona, según Cervantes, la derrota que pondrá fin a sus aventuras: “Y una mañana, paseando don Quijote por la playa armado con todas sus armas (…) vio venir hacia él un caballero, armado de pies a cabeza, que traía pintada en el escudo una luna resplandeciente”.
“¡Era un espectáculo lleno de prodigio vivo y de temor! Las vastas hinchazones del mar omnipotente; el rugido hueco y explosivo que hacían, al pasar a lo largo de las ocho bordas, como gigantescas bolas en una ilimitada bolera de césped; la breve angustia suspensa de la lancha, como si por un momento se fuera a volcar en el filo de cuchillo de las olas más agudas, que casi parecían amenazar cortarla en dos (…); todo eso, todo era emocionante”: Ismael olvida la maldición del Jonás bíblico cuando describe entusiasmado la primera caza de ballenas en Moby Dick de Herman Melville. Pero si algo muestran los clásicos, desde aquel primer aprendiz llamado Odiseo, es que el mar, violento e imprevisible, lejos de entrañar el exilio, es ya el hogar al que anhelábamos regresar. Como escribe Joseph Conrad en La línea de sombra: “Aquella misma mañana (…) me arrojé sobre mi litera y durante tres horas logré encontrar un poco de olvido. Un olvido tan completo que, al despertarme, me pregunté dónde me hallaba. Al pensar que me hallaba a bordo de mi barco, una inmensa sensación de alivio descendió sobre mí. ¡En el mar! ¡En el mar!”
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