Tendrá el nombre del mar
José María Blázquez propone una visión de Adriano que subraya el perfil del gobernante por encima de la idea convencional del intelectual y el artista
Los emperadores que siguieron a la muerte de Domiciano (96 d.C.) hasta Cómodo pueden considerarse un conjunto homogéneo de raigambre hispana. Entre ellos Adriano es la figura que ha ejercido más atractivo para los novelistas debido a su personalidad multiformis como la llama la Historia Augusta, por encima incluso de su padre adoptivo, Trajano. Sin embargo no ha sido el más favorecido por los historiadores españoles que, conociendo bien su época, no se han aventurado hasta ahora a trazar un bosquejo completo de su polifacética figura. La biografía del académico de la historia José María Blázquez, maestro de generaciones de especialistas en historia de la antigua Roma, rompe esta inercia con una biografía amena y novedosa.
Pocas veces puede escucharse la voz del Emperador en el libro de Blázquez, pues desgraciadamente, apenas han quedado fragmentos de sus propios escritos. La corriente de sus historiadores y apologistas es, sin embargo, proverbial aunque se derrame en sutiles meandros que dificultan la interpretación. Se conjetura, para empezar, de su propio nacimiento que el doctor Blázquez ubica en Itálica contra la opinión reciente de Anthony Birley (Adriano. Biografía de un Emperador, Península, 2005). El tema viene de atrás y se seguirá discutiendo.
Mayor interés ofrece las circunstancias de su acceso al trono en un mundo que empezaba a otorgar al gobernante del Imperio poderes trascendentes. Los escritores de elogios quisieron asociar sueños y prodigios a su advenimiento. Y el propio Adriano consultó a los oráculos, consciente de la necesidad de legitimar su reinado pues Trajano no había nombrado sucesor. En uno de ellos, originado en la comunidad judeocristiana de Alejandría, se le describe como el Ares tetrasílabo que ostentará el nombre del mar Adriático. La afición del joven Emperador a los cultos mistéricos y las artes de la adivinación le perseguirá hasta el final de su vida, siendo él mismo objeto del famoso horóscopo del astrólogo Antígono de Nicea que explicaba los principales episodios de su vida en virtud de un destino marcado por los astros.
La cultura helenística inspiró también sus planes de reforma judicial y administrativa. Los capítulos centrales del libro repasan esta faceta de su acción política tanto en Roma como en las provincias. Abusando quizás de la compartimentación en epígrafes, el autor dibuja el perfil de un estadista justo y prudente, diligente con los problemas materiales de sus súbditos, imagen que matiza la habitual del intelectual y el artista. Como estratega destaca su famosa arenga a las tropas destacadas en África. Es un documento excepcional que evidencia el fin utilitarista de sus visitas a las más lejanas regiones del Imperio, igualmente alejado de la visión del artista romántico avant la lettre con la que, en ocasiones, se ha vestido su figura. En calidad de general del ejército no dudó en reprimir el levantamiento judío de Bar Kokhba (132-135) o más tarde erigir la muralla que defendió Britania de los pueblos del norte. Dión Cassio sigue siendo la fuente principal de información sobre estos viajes que lo postularon como restitutor en las leyendas de las monedas que se acuñaron en las provincias para significar su vocación de activo reformador del Imperio.
Blázquez no pretende ignorar con esto la tendencia voluble, en ocasiones envidiosa o arbitraria, que ha trascendido de este enamorado de Oriente, sino poner el acento en sus cualidades para el arte del gobierno que puso al servicio de un Imperio en su esplendor.
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