Cultura

En la muerte de Emilio Serrano

El pasado sábado murió Emilio Serrano. Emilio, académico, profesor, dibujante, pintor, amigo de sus amigos, cordobés donde los haya, murió con los suyos la madrugada del pasado 21 de enero. Era una noticia esperada desde al menos las pasadas Navidades, cuando, tras una serie de complicaciones, su frágil salud se deslizó por la pendiente de lo inevitable y culminó con su muerte temprana. Una muerte que nos deja un poco huérfanos a quienes esperábamos de él una fructífera producción pictórica como la que tenía entre manos y que simboliza ese gran cuadro inacabado que tuve la oportunidad de ver el día antes de su muerte y en el que se plasman, una vez más, todas sus obsesiones: Córdoba, desde luego, pero también la infancia, las naturalezas más que muertas vivísimas, la Ribera, el caballo de juguete presente tantas veces en su obra como símbolo de una firma que retrotrae a un tiempo en el que la familia, lo cercano, lo auténtico, era siempre lo esencial. Él quería que siguiera siendo así. Porque la pintura como expresión cultural conectaba para él directamente con la vida y, como sucede también con el poema, se plasma en ella lo esencial de nuestras vidas. Por eso es todo un símbolo que una de las últimas personas que pudo ver a Emilio en su agonía, es decir, en su lucha por la vida, fuera un gran poeta. Nada menos que Pablo García Baena. Todo un símbolo, sí.

Murió Emilio y nos dejó huérfanos de su pincel y su tórculo. Ausentes de su forma a veces tan ingenua de cuestionar las cosas. Se fue bien pertrechado porque "lleva quien deja" como dijo el poeta, y él ha dejado mucho. Ha dejado una obra extraordinaria, trabajada con mimo y perfección pero también con pasión por la expresión formal, por el detalle justo. Unos cuadros en los que se combinan la forma y la sustancia, esto es, la pintura como técnica y la pintura como idea. Una obra que no deja a nadie indiferente y que en un tiempo como en el que hoy vivimos hay que reivindicar como muestra acabada de lo auténtico. Era una gozada ir con Emilio a un museo o, mejor aún, a una exposición. A veces la visita era fugaz. "Vámonos. ¿No ves que no dice nada?, ¿no te das cuenta de que ese trazo no sigue la línea anatómica y que seguramente se ha pintado siguiendo una proyección fotográfica?". Pero en otras ocasiones donde el neófito no veía casi nada él se paraba un rato, descansaba, callaba extasiado ante un Antonio López y lo escudriñaba hasta la extenuación. "Siéntate. Mira, pero sobre todo siente. Escucha. El cuadro habla". Y entonces salían a relucir los grandes nombres, los verdaderamente grandes para él: Velázquez, Vermeer, Goya, Picasso, López...

Pero se fue. Nos dejó el sábado pasado. Las ventajas que proporciona el AVE me facilitaron un viaje relámpago la mañana del viernes. Pude estar unas horas a su lado, doliente, con Estrella siempre presente, siempre. Allí pude coger su mano y trasmitirle el cálido sentido de una amistad antigua, de hace cuarenta años, cuando le conocí haciendo la mili en el viejo cuartel de Obejo, en Cerro Muriano. Allí trabamos una amistad que traspasó el tiempo y la distancia y que se alimentó en visitas suyas -de Estrella y Estrellita- a Santander y de visitas nuestras -de mi mujer y mías- a su querida Córdoba a descubrir rincones, calles, plazas, lugares más o menos sabidos. Y a departir despacio en El Churrasco, claro, donde un cuadro suyo -Poema a Córdoba-, bajo el pretexto de un retrato infantil, mezcla el tiempo y el origen social para hablar como siempre de la patria común que es nuestra infancia. Otras veces, más cerca de su casa, en las Bodegas Campos, donde coincidimos una vez con unos compradores japoneses impresionados por su obra de la que se había hecho eco una revista de su país en una época en la que aquí todo lo que no fuera abstracción casi se despreciaba.

Mi amor por la pintura se lo debo a Emilio, que en 1977 me pidió un texto para ilustrar una de sus exposiciones en la galería Durán de Madrid. Lo retomo ahora, al recordarle, pues lo que entonces dije sirve para este artículo que pretende destacar lo que Emilio Serrano ha sido en Córdoba y más allá de Córdoba.

Decía yo allí hace treinta años que la pintura de Emilio trataba de constreñir la vida incluyendo en las estrechas dimensiones del cuadro el tiempo, el movimiento, es decir, el pasado, el presente y el futuro. La fuerza de sus formas y su complejidad condensa una pintura que, sin dejar de ser universal, ha enraizado siempre con los problemas y las gentes de su tierra abordados desde la singularísima sensibilidad de un pintor que usaba el realismo con un toque inquietante, provocador y mágico. Pero sin moraleja. Cada observador podía sacar la suya, si quería. Él se limitaba a poner la fuerza expresiva del gran pintor que era, de un dibujante excepcional y un grabador reconocido. Pero, sobre todo, por encima de todo, la energía de hombre bueno, de mirada penetrante y limpia, dispuesto siempre a la fascinante aventura de admitir la sorpresa. Con esas herramientas exponía a seres desvalidos, solitarios, anónimos, en el marco irrepetible del paisaje cordobés, donde destacaba siempre algún San Rafael, palacios, casas e iglesias como la de Santiago, donde tuvo lugar su funeral, que proyectaba y proyecta su hermoso rosetón sobre el patio de su casa y taller. Y, de paso, también, los pequeños detalles de la vida: manzanas y limones, jarras, flores, juguetes, carricoches, molinillos de café. Los paños bordados con paciencia que parecen salirse y que tanta dificultad técnica tienen a la hora de trasladarlos a un grabado. Y casi siempre el río, atravesando ausencias…

Él atravesó ese río definitivo el sábado pasado. Descansa allá en paz, Emilio, amigo. Te recordaremos siempre. Y Javier, Marina, Estrellita y Estrella harán un puente sobre ese río eterno por el que te marchaste para poder tenerte lo más cerca posible. Por mi parte, desde este Santander donde yo vivo, me atrevo a sugerir a los responsables institucionales de Córdoba que continúen el proyecto de hacer en tu ciudad una gran exposición antológica que sea continuación de la que en 2009 te dedicó el Ayuntamiento de Lucena y cuyo bellísimo catálogo hoy es inencontrable. Sería la mejor forma de homenajear y recordar a este cordobés que, a fuer de ser de allí, era un pintor universal, de todos.

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