El hombre que escribió el 'Quijote'
La editorial Almuzara recupera la biografía novelada de Cervantes escrita por Bruno Frank, que está considerada una de las mejores reconstrucciones literarias del escritor manchego
No era un requisito indispensable, en absoluto, pero puestos a narrar la baqueteada existencia de don Miguel de Cervantes Saavedra el conocimiento de las ofensas del mundo ayudaba sin duda a entender mejor la peripecia de este gigante de las letras. (Un escritor almidonado, acolchado o satisfecho de sí no habría estado a la altura). Por lo que sé, a Bruno Frank -novelista, dramaturgo, poeta- la vida lo trató bastante bien hasta que un mal día sus libros acabaron alimentando las hogueras encendidas por el fuego nazi en la Plaza de la Ópera de Berlín, y tuvo que abandonar Alemania por su doble condición de judío e intelectual en un tiempo en que la mayoría tudesca abominaba de lo judío y recelaba del intelecto. Bruno Frank siguió el itinerario de otros artistas germanos a través de Europa -Austria, Suiza, Inglaterra- para recalar finalmente en Estados Unidos, en donde estuvo trabajando como guionista hasta su muerte, en 1945. Con el tiempo, su novela más famosa, Un hombre llamado Cervantes (Almuzara), también merecería la atención del Séptimo Arte: en 1967 fue llevada a la pantalla con el actor alemán Horst Buchholz en el papel del joven manchego y Gina Lollobrigida en el de su Dulcinea particular, pero, como dijera aquél, ésa es ya otra historia.
En Un hombre llamado Cervantes, Bruno Frank sostiene que algo de quijotesco debió de tener el que escribió las aventuras del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y desde las primeras páginas dibuja a su protagonista como una persona íntegra e idealista, buen cristiano y buen patriota, que saboreará el veneno del desengaño en muy abundantes y variados cálices. (Una iniciativa legítima, pero un punto arriesgada: Cervantes llega al lector demasiado desnudo, desprovisto de esos matices que tanto visten a cualquier personaje). Cuando el cardenal italiano Giulio Acquaviva, de visita en Madrid para tratar asuntos de Estado con el mismísimo Felipe II, se dispone a contratar sus servicios como maestro de lengua castellana, el joven Miguel está a punto de mandar al garete tamaño golpe de fortuna al revelar la falsedad de las credenciales presentadas a su favor. Esta sinceridad contraproducente, que no desentona con la imagen mental que uno se ha hecho de Cervantes, ciertamente tuvo que jugarle algunas malas pasadas en vida; en la novela, esta sinceridad le abrirá algunas puertas pero le cerrará otras en las mismas narices con estruendo y grave riesgo no sólo para su apéndice nasal, sino también para su persona.
A pesar de poseer una existencia plena de lances novelescos, Bruno Frank pergeña algunos otros, muy hollywoodienses, para hacer el personaje más accesible al lector. No le falta astucia. En Roma, mientras está al servicio del cardenal Acquaviva, Frank imagina a un Cervantes perdidamente enamorado de una hermosa veneciana, dama de alta alcurnia a ojos del muchacho, ramera en realidad, que lo ridiculiza delante de otras compañeras de oficio cuando la encuentra en un barrio de mala fama; esta experiencia le habría servido al joven para quitarle de la cabeza la idea del sacerdocio y entender mejor, llegado el momento, la paradoja de su caballero andante, que transforma a una humilde campesina de nombre Aldonza Lorenzo en la impar Dulcinea del Toboso. Frank le saca partido dramático a otros jugosos contrastes, como que Cervantes participara en la Batalla de Lepanto y conociera el dulzor de la gran empresa y la victoria antes de ver truncada su carrera militar para siempre al ser hecho prisionero y conducido a Argel. Cervantes regresaría a España con lo puesto, que era poquísimo, y una mano inutilizada como recuerdo de la más alta ocasión que vieran los siglos, con numerosas deudas pendientes y sin recursos para hacerles frente. Su sino será éste: Cuando crea haber tocado fondo, caerá aún más bajo.
Sus primeras obras, como La Galatea, respondían a la obvia intención de subirse al carro de las modas literarias del momento. Cervantes tanteó también el teatro, que gozaba de gran favor entre la población, pero las tablas estaban monopolizadas por el gran Lope, que en la novela aparece como joven pródigo en sonrisas y zalamerías, vivaz, inquieto y poco fiable. (Un retrato asimismo verosímil, todo sea dicho). Es como si la Fortuna le reservara tantos y tales reveses a fin de poder explicarles a las gentes luego qué significa tener todo en contra. Para entonces Don Quijote, el pobre, el ridículo hidalgo, el grande, el magnífico caballero, está ya dentro de él, pujando por salir, en espera de que se deshaga el encantamiento que lo mantiene preso. Cervantes empieza el relato de sus hazañas en unas condiciones penosas, en tanto cumple condena en las cárceles de Sevilla: Don Quijote tenía que ser forzosamente una criatura desgarrada, no habría podido ser de otro modo. Bruno Frank cierra su novela justo cuando el Caballero de la Triste Figura, loado sea este hijo mimado del infortunio, se echa a los caminos en este país de todos los demonios.
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