Dentro de nosotros

Las arterias del mundo | Crítica

Luis E. Íñigo publica un ameno e instructivo volumen sobre la relación entre Historia y ríos, un retrato de la humanidad contado a través del prisma de esas arterias esenciales que han dado a la vez alimento y motivos de guerra

El Nilo a su paso por Luxor, según el grabado de David Roberts (siglo XIX).
El Nilo a su paso por Luxor, según el grabado de David Roberts (siglo XIX).
Luis Manuel Ruiz

15 de septiembre 2024 - 06:30

La ficha

Las arterias del mundo. Luis E. Íñigo. Edaf. 352 páginas. 26 euros

En tiempos de mi abuelo, que podía recitar de corrido la lista de los Reyes Godos, lo único imprescindible para entender la Historia era la memoria, que se movía entre largas retahílas de batallas, imperios y capitostes en una línea recta, en sentido ascendente, que llevaba desde la Prehistoria hasta hoy. Basta con asomarse a un manual de Secundaria para ver cómo ha cambiado todo: la memoria ya no tiene ningún valor (incluso ha sido necesario promulgar leyes que la protejan), a las fechas y los nombres se impone una vaga sucesión causal de motivaciones económicas, ecológicas o culturales (sea lo que sea que eso signifique), y, sobre todo, la línea recta ha acabado hecha trizas para convertirse en una suerte de rizoma (que habría dicho Deleuze), o, para entendernos, en la confusión de diagonales y aristas que forma un espejo al romperse. Desde el estructuralismo y aun antes, con la Escuela de los Anales (los franceses siempre han sido amantes de la guillotina), no hay Historia, sino historias: no un relato compacto y coherente de lo que la Humanidad ha sido, sino una colcha de parches cada uno de su padre y de su madre; no una explicación, sino una fábula, una parábola o un acertijo.

A esta concepción fragmentaria obedece el caudal de historias, de tipos de historia, que el curioso habrá tenido ocasión de sorprender en los estantes de novedades de las librerías: en la estela de, por ejemplo, Alain Corbin, que ya nos ha ofrecido jugosas historias del silencio, de la lluvia, de la playa y del árbol, o de Bernd Brunner, que ha hecho lo propio con la luna, el oso, el invierno y la cama (las versiones españolas de ambos se publican en Acantilado), asistimos a un crecimiento encantador de crónicas que reconstruyen el pasado de los objetos o las sensaciones más triviales, tradicionalmente descuidadas por los sabios (el tejido, el odio, el perfume, la felicidad) y nos hacen ver así que la historia de verdad, la que antes usurpaban héroes y concilios, es una montaña hecha a partir de diminutos granos de arena, de trozos de vidrio y astillas, desechos que al sumar sus insignificancias alcanzan la envergadura de torres. La Historia, parecen decirnos los practicantes de este nuevo género, está en los detalles: en las esquinas del marco, en el trazo, en esos figurantes obvios que el espectador no se ha detenido a observar.

No hay acontecimiento en las enciclopedias que directa o indirectamente no se vincule a los ríos

El mismo cauce (valga el símil) es el que sigue Luis E. Íñigo en este ameno e instructivo volumen sobre la relación entre historia y ríos. No se trata tanto de la historia de los ríos en sí como de la humanidad contada a través del prisma de esas arterias esenciales que le han dado a la vez alimento y motivos de guerra, que han trazado fronteras y la han conducido al paraíso. No encontrará aquí el lector biografías sumarias del Nilo, el Ganges o el Mississippi, para lo cual existen otros libros más estrechos y hondos: se trata más bien de volver a contar el viejo cuento del abuelo intentando conservar parte del encanto de antaño y haciendo honor a la vez a las últimas perspectivas en ecología, economía o antropología de las que hablábamos más arriba. El enfoque elegido por Íñigo revela su acierto en cuanto comprendemos, ya desde las primeras páginas, que la civilización debe su origen a la confluencia de varios cursos fluviales (Nilo, Tigris, Éufrates) y que no hay acontecimiento en las enciclopedias que directa o indirectamente no se vincule a sus aguas.

Consciente de que un relato al uso (meandro a meandro desde las cavernas hasta internet) habría sido tedioso además de no estar de moda, el autor propone con habilidad seis itinerarios alternativos: en el primero, los ríos son fronteras de vida (historia de la agricultura, del clima, de la alimentación); en el segundo, causas de conflictos (historia de la táctica militar, del asedio, de las armas); en el tercero, el río es el límite del mundo conocido (historia de las exploraciones y los descubrimientos); vía de comunicación en el cuarto (historia de los transportes, de la navegación y el ferrocarril); son fronteras naturales en el quinto (historia de los límites políticos) y, en fin, en el sexto motivos de veneración religiosa (historia de las creencias). Se ve así que, a través de la diversidad de significados que pueden revestir, las corrientes sirven de pauta para explicar en toda su complejidad y alcance las distintas manifestaciones de la cultura humana y de prestarles un marco. Pues, como enuncia bien uno de los versos de T. S. Eliot de que Íñigo se sirve como introducción, el río está dentro de nosotros.

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