Cultura

El arte de programar

Cuando muchas orquestas siguen siendo máquinas de rumiar una y otra vez los mismos repertorios, reconforta que la nuestra burle con gracia la monotonía diseñando imaginativamente sus programas. El del concierto que pudimos escuchar anteayer con motivo de la inauguración del curso universitario no sólo se alejaba de la rutina, sino también, en cierta medida, del constante asalto al ayer en que suele consistir la música culta. Las tres obras programadas giraban en torno a las estaciones del año y su devenir. En su variedad de juegos entre lo local y lo universal, entre lo culto y lo popular y entre el pasado y el presente, simbolizaron a la perfección el espíritu de la Universidad.

El Concerto grosso nº 2 de Peter Breiner (1957) es una recreación a la barroca de cinco famosos temas de The Beatles: A hard day's night, Girl, And I love Her, Paperback Writer y Help. El brillante compositor eslovaco agrupó sus 20 exitosos arreglos sobre canciones del cuarteto de Liverpool en cuatro concerti grossi. Si bien el cuarto (del que, al final de la velada, sonaría Michelle como bis) no tiene referente declarado, en los otros tres Breiner parodia (en el sentido musical del verbo) los estilos de los grandes del Barroco: el de Haendel en el primero, el de Bach en el tercero y el de Vivaldi en este segundo. El espíritu encantador y burlón del veneciano no sólo se manifestó en esa divertida primera pieza, aplaudida con entusiasmo por el público movimiento a movimiento. También reapareció en la mejor interpretación de la noche: la de Las Cuatro Estaciones Porteñas de Ástor Piazzolla (1921-1992). Las cuatro obritas que compusiera el bandoneísta y compositor argentino entre 1964 y 1970 para su famoso quinteto sonaron muy bien en la versión para violín y orquesta. Aunque el escueto programa de mano no decía nada, creo que esta adaptación era la realizada por Leonid Desyatnikov en colaboración con el violinista Gidon Kremer. Tras las citas musicales de las estaciones vivaldianas que sonaron en la obra de Breiner (encantadora la del segundo movimiento de La Primavera en And I love Her, cantada con maestría por la solista), ahora volvían a oírse, por obra de los arreglistas de Piazzolla, nuevos pasajes de la célebre obra de Il Petre Rosso; a ritmo de tango y en un ambiente bien distinto.

Si la primera parte hizo soñar a los asistentes que llenaban el teatro con su propio pasado y con referencias, tampoco tan lejanas si bien se piensa, de cabarés porteños, tras el descanso venía un plato más contundente: la Sinfonía n. 1 en sol menor 'Sueños de invierno' (opus 13) de Chaikovsky. Es obra poco conocida y no demasiado programada desde que se estrenara el 3 de febrero de 1868 bajo la dirección de Rubinstein. Ahora se trataba de embellecer nuestras vidas con días no vividos a través del tópico romántico del viaje de invierno. Durante 40 minutos, con notable corrección de nuestra orquesta y con sobresaliente pasión de su directora, la noche se llenó de atmósferas brumosas y comarcas lúgubres, frías y lejanas que calaron hondo en los asistentes. Asistentes que, de nuevo, y ahora eso restaba quizás continuidad a la obra, manifestaron su entusiasmo aplaudiendo movimiento a movimiento. Estaban pidiendo claramente más música para la Universidad.

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