Los santos inocentes | Crítica de teatro

Volar libre

Una escena del montaje teatral.

Una escena del montaje teatral. / IMAE

El público cordobés acudió con expectación para ver la adaptación teatral de una de las novelas cumbre de la literatura en lengua española del siglo XX e inmortalizada en la gran pantalla bajo la dirección de Mario Camus: Los Santos Inocentes de Miguel Delibes cobran vida sobre el escenario.

La historia nos lleva a una dehesa en los años sesenta. Paco el Bajo, Régula, Nieves, Quirce, la niña chica y Azarías son el último reducto de la España rural del siglo XX sumida en la miseria. Allí, bajo las órdenes de Don Pedro el administrador de la finca y su señora Doña Pura, encomiendan sus vidas y esfuerzos para servir al señorito Iván, un terrateniente impío y déspota que ejerce su poder sin escrúpulo.

La versión de la novela a cargo de Fernando Marías y Javier Hernández-Simón (este último también asume la dirección) pretende captar la esencia fundamental de la obra de Delibes al tiempo que intenta desmarcarse de la propuesta filmada por Mario Camus, aunque por momentos al espectador pueda resultarle familiar algunos cuadros plásticos similares a fotogramas de la película de 1984. Obviamente solo son pinceladas de un conjunto que, salvando el vestuario realista, aborda con buen criterio la recreación a través de la simbología.

Javier Gutiérrez ejecuta con precisión el paradigma del sirviente abnegado. Su Paco El Bajo es el perro fiel incapaz de morder la mano de su amo Iván, interpretado por un gran Jacobo Dicenta que demuestra que sabe hacer de malo a rabiar.

Fernando Huesca regala un veraz Don Pedro que baila al son de la música que toca su señorito, soportando la cornamenta que le pone y también saca su mala baba con los que tiene debajo.

José Fernández aporta un correcto Quirce que representa el relevo generacional que no está dispuesto a tragar con todo. Pepa Pedroche, Yune Nogueiras y Raquel Varela dotan de profundidad a sus respectivas Régula, Nieves y Pura, mujeres tan distintas y la vez sufridoras, pero con fortaleza para afrontar la adversidad e incluso escapar del lugar donde se sienten atrapadas.

La inocencia nos la regalan Marta Gómez con su niña chica y un fabuloso Luis Bermejo, interpretando un Azarías que conmueve y hasta exculpamos al materializar con rotundidad el desenlace esperado por todo el público asqueado de tanta humillación e impunidad.

Nuestras generaciones pasadas, padres y madres, sufrieron en mayor o menor grado el yugo de la opresión reflejada en las líneas de Miguel Delibes. Aquella época oscura de la diferencia de clases no es tan patente ahora.

Sin embargo, en pleno siglo XXI aún existen lugares sombríos donde el poder sigue siendo coto de acceso privado para unos pocos. Son más complicados en detectar porque han diversificado sus escenarios con el cambio de los tiempos. Se mimetizan e incluso pueden confundirnos, diciendo que piensan igual que la mayoría y trabajan para el bien común. Cuidado

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios