Vidas cruzadas
Desde Chile y con sus mejores intenciones, La buena vida, reciente ganadora del Goya al mejor film latinoamericano, llega con una década de retraso a la moda del cine de historias corales y cruzadas con vocación trascendental y humanitaria, historias habitualmente protagonizadas por criaturas sufrientes y/o solitarias que viven en la gran ciudad.
Con Magnolia, de Paul Thomas Anderson, como más que explícita referencia, la película de Andrés Wood (La fiebre del loco, Machuca) fía toda su pegada emocional, su mensaje de buenismo laico y redentor, a la escritura previsible de Mamoun Hassan, quien despliega un mapa de azares, cruces, quiebros o roces calculados entre las tristes calles de una ciudad de Santiago de Chile fotografiada con tonos apagados. Por ellas deambulan un peluquero soñador que vive con su madre anciana y que no puede quitarse de encima la sombra del padre muerto, una psicóloga y su joven hija embarazada, un clarinetista amargado que se integra en una banda militar tras fracasar en las pruebas para la Filarmónica y, en fin, una prostituta callejera y enferma que apenas puede hacerse cargo de su hijo. Sus respectivos intérpretes hacen mucho más por ellos que lo que el guionista les ofrece.
La buena vida ensambla todos estos relatos al son de músicas tristonas para buscar su particular catarsis a través de personajes y situaciones que, según se nos dice, están inspirados en hechos reales. Lejos de disimular su estrategia, uno de los personajes, la hija embarazada de la psicóloga, dice en voz alta que la novela que está escribiendo en su diario "no tiene historia y es como la vida misma". Viendo la película, no podemos concluir sino todo lo contrario: no es esa supuesta vida lo que existe, sino las historias escritas, subrayadas y entrelazadas por una mano demasiado visible y dirigista. Para que nos vayamos a casa con la lección aprendida, y a pesar del optimismo, un último plano también nos recuerda que siempre hay otros que sufren más que nosotros.
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