Ramon Fontserè | Actor y director

“Hay que reivindicar que se puede ser de todas partes”

  • Joglars regresa al Cervantes este fin de semana con ‘Señor Ruiseñor’, una sátira del ‘procés’ a través de la figura del bohemio Santiago Rusiñol

Ramon Fontserè (Barcelona, 1956), en la Tribuna de los Pobres.

Ramon Fontserè (Barcelona, 1956), en la Tribuna de los Pobres. / Javier Albiñana (Málaga)

Verdadero patrimonio del teatro español, Ramon Fontserè (Barcelona, 1956), responsable de Joglars desde que Albert Boadella le pasara el testigo en 2012, apuesta ahora por la figura del pintor y dramaturgo Santiago Rusiñol (Barcelona, 1861 – Madrid, 1931), todo un viejo conocido del Museo Carmen Thyssen Málaga, para atizar al procés y al nacionalismo en Señor Ruiseñor, que se representa este sábado (a las 20:00) y el domingo (a las 19:00) en el Teatro Cervantes.

-¿Por qué Rusiñol? ¿No tuvieron bastante con Dalí?

-Rusiñol es un colega. Un hombre renacentista. También fue dramaturgo, y actor. Actuó de hecho en Málaga, con la compañía de un tal Riquelme. Venía de la misma burguesía que dio a Casas, con hijos muy dotados, capaces de hacer muchas cosas. Y tuvo una vida fascinante, era un hombre lleno de sarcasmo y de ironía. Se definía a sí mismo como un satírico triste, y sí, tenía esa dualidad: era un alcóholico lúgubre, necesitaba apartarse y a la vez necesitaba el rock and roll, cargas la batería. Se iba de tertulia con la gente, se portaba como un torbellino y así le entraba el subidón. No hay que olvidar que fue bohemio en París. Pla dijo de él que era un destructor de fanáticos, pero la política le importaba un bledo. Lo suyo era acostarse tarde. Por eso, si iba a la tertulia de los monárquicos y la cerraban, se iba a la de los republicanos. Y si ésta terminaba, se iba a la de los federales. Se metía en cualquier sitio con tal de no recogerse. Pero mientras tanto producía sin parar, que conste. No dejaba de pintar cuadros ni de escribir obras. Vivía permanentemente fuera del mundo. Cuando Cambó envió a Pla a Madrid para cubrir la huida de Alfonso XIII y la constitución de la República, Rusiñol estaba en Aranjuez, donde murió. Pla fue a visitarlo y Rusiñol le preguntó si de verdad se había implantado la República. No se había enterado de nada. Su obsesión era el arte, que consideraba una patria universal.

-Cabe pensar que lo habría pasado fatal de vivir en esta época.

-Sí, era un hombre antidogmático. Tenía una visión de la vida marcada por la belleza y la bohemia. Y tenía pasta, eh. Venía de una familia adinerada. Junto a su amigo Zuloaga introdujo a El Greco en España, y lo hizo comprando cuadros en París.

-Sin embargo, ¿no encarna Rusiñol al fin una derrota, dada la facilidad con la que bohemia quedó borrada del mapa en España?

-Claro, Rusiñol era un poco el emblema de la bohemia y cuando él murió no había nadie para coger el testigo. Seguramente es que no había nadie que se lo pudiera permitir. Piensa que el modernismo puro y duro sólo duró diez años, luego quedó absorbido por los noucentistas y gente así. Pero a nosotros Rusiñol nos va bien como referente de un pasado que se puede emular un poco. Era un hombre cosmopolita, tenía la ambición de ser de todas partes, de que ningún sitio le fuera ajeno, y eso me parece digno de reivindicar siempre. Perteneció a aquella generación tan viajera y él mismo viajó mucho, por España y Europa.

-¿Se le podría considerar parte de la Generación del 98?

-Sí, pero difícilmente se me ocurre un antagonista de Unamuno tan perfecto como Rusiñol. Se definía a sí mismo como un hombre sin calvario, admitía que había tenido todo lo que deseaba. Si alguien pretendía hacerle un homenaje él respondía diciendo que no hacía falta. Y tal vez no fuera un genio, pero sus sainetes se representaban con mucho éxito.

-¿Qué ha pasado para que, cuando todo aquel discurso sobre la superación de las patrias parecía asumido tras la Transición, hayan vuelto el afán por el terruño y la consideración del disidente como extranjero?

-Lo que ha pasado es que la bestia del nacionalismo campa a sus anchas. El nacionalismo es una oligarquía. Dalí lo describía como una doctina elitista que para mantener su dominio excita las pasiones. Sobre todo el agravio. Y desde hace unos años tiene una especial astucia para hacerse pasar por víctima. Mira a Tarradellas, un hombre que está harto de guerras y de sangre. Cuando se reúne con Suárez, éste le dice a Tarradellas que no es nadie, que si acaso será lo que él quiera. Y Tarradellas le responde amenazando con sacar un millón de personas a la calle. Fue una entrevista de rayos y truenos. Cuando terminó, un periodista que esperaba a la salida le preguntó a Tarradellas cómo había ido y él respondió que había sido un encuentro excelente, que Suárez era un gran hombre de Estado. Pero es que Tarradellas creía todavía en la unión de los distintos. Aunque eso duró lo que duró. Luego llegó Pujol y ahí empezó todo.

"Tarradellas creía todavía en la unión de los contrarios. Estaba harto de guerra. Pero con Pujol empezó todo"

-¿No delata el lío de los lazos amarillos una nostalgia por el teatro, aunque sea del malo?

–Sí, claro. El nacionalismo necesita su puesta en escena, su teatro. Esto le pasa a todos los nacionalismos, tienen su coreografía. Recuerda los desfiles en la explanada de Nuremberg, aquella exaltación absoluta, nosotros somos los mejores y los demás no valen nada. Y los nazis tenían además a Leni Riefenstahl, que hacía aquellas películas tan maravillosas.

-¿Tiene el nacionalismo catalán asegurados sus coreógrafos y sus directores de arte?

-Desde luego. El nacionalismo juega mucho a la apropiación de la cultura. Le gusta la sinécdoque, hacer pasar la parte por el todo. Y eso necesita sus escenarios.

-Vuelvo a Rusiñol. ¿Cuánto tuvo en él la adicción a la morfina de huida, de construcción de una alucinación propia para no tener que soportar la colectiva?

-El caso de Rusiñol es distinto porque se inyectaba morfina para paliar sus dolores de riñón. Pero se terminó enganchando, sí. Él decía que tomaba morfina para tener paréntesis de bienestar, para que el dolor cesara y poder así escribir y pintar. Su determinación en seguir trabajando es admirable. Cuando el dolor era ya insoportable, le pidió a su hija que le atara el pincel a la mano para seguir pintando. Y de hecho murió con las botas puestas: fue a Aranjuez a pintar, aunque su mujer se lo desaconsejó. Por cierto, en Aranjuez Rusiñol tenía derecho a entrar en los jardines reales en carruaje. Alfonso XIII, que lo admiraba mucho, le ofreció un marquesado, pero Rusiñol lo rechazó a cambio de que le dejara entrar en carruaje en los jardines. Y se lo concedió. Volviendo a la morfina y las drogas, su mayor problema fue en realidad el alcohol. Piensa que el alcohol que tomaba aquella generación era la absenta. Es decir, nada de mariconadas. Pero tanto alcohol le minó mucho. Él admitió que había afectado a su pintura porque le hacía perder contacto con la realidad. Fue un peaje muy alto. Pero a pesar de todo esto Rusiñol era un hombre muy sensato. No iba por ahí cometiendo locuras, nunca comprometió a su familia. Sólo se trataba de un artista que consideraba el arte como algo sagrado, que renunció al legado industrial de su familia por el arte.

-Hablando de carros, Casas y Rusiñol recorrieron toda España subidos en uno. Nada de trenes.

-Sí. Se hicieron pasar por ceramistas. Iban vendiendo jarrones, y si alguien se quejaba porque los vendían muy caros se indignaban y los estrellaban contra el suelo. Parecían gente humilde, pero llevaban fajos de billetes en los bolsillos. Les gustaba jugar al despiste, meterse en los hoteles más caros de cada ciudad cuando al verlos con aquellas pintas todo el mundo pensaba que pasarían la noche en la calle.

-¿La resistencia de Rusiñol, su empeño en seguir trabajando, es un modelo para Joglars?

-Sí. Los avatares te hacen estar más sacudido, más alerta. Las dificultades te levantan del sofá y te activan. Cada nueva obra es un motivo de orgullo porque seguimos haciendo lo que nos gusta. Siempre digo que preferiría no tener que salir del teatro, quedarme dentro de uno siempre. Como en el vientre de la madre. Dalí decía que para hacer una obra de arte hay que sufrir, seguir un proceso inquisitorial por el que del mucho esfuerzo termina brotando algo hermoso. Esto no quiere decir que sea masoquista, pero sí que una cierta dificultad puede ayudar de vez en cuando. Y aquí estamos.

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