Quemando rueda en el descampado
Crítica de Música


ESTOPA
Fecha: sábado 21 de mayo. Lugar: Teatro de la Axerquía. Lleno.
Todo echó a rodar con un Seat Panda de 40 CV. Nadie encontró nunca la palabra extra en aquel manual del usuario. Era rudo, básico, tosco, tozudo. Los cristales eran planos y daban cabezazos al viento como dos chavales que tocaran canciones en el descampado frente a su casa. Y digo descampado, que no campamento. Apostaría todo o nada a que camino de aquel concierto en el que se toparon con la mítica raja de la falda hubo trompos y alguna buena quemada de ruedas. Con mucho humo. Mucha goma. ¿Una predicción sobre Seseña? Sonaba una casete de Los Chichos y nadie llevaba el cinturón de seguridad puesto. Eran otros tiempos. Más enrollados. Dieciséis temporadas atrás para mayor exactitud. Dieciséis años en los que todo ha evolucionado hacia un mundo muy distinto. O tal vez hacia el mismo mundo visto desde otra ventana. La ventana de otra lavadora: ahora se puede meter la ropa a mitad del lavado.
A Estopa el salto les ha llevado a una madurez que acarician como al gato aquel villano de Spectra en las pelis de Bond. Suavecito y con regusto. Ahora huele a otras medicinas, otros herbolarios. Ya no hablan tanto del carpe diem. Lo han cambiado por reflexiones más gravitacionales que van desde la incertidumbre ante el futuro a claras protestas ante tanta incongruencia. Como esa en la que los poderosos se colocan el último modelo de gafas 3D para ver cómo aumenta su fortuna, mientras los currelas se calzan su gafas rosas para cumplir la máxima estopera: no hay peor ciego que el que no quiere ver.
La Axerquía se colmó de estopianos, autoestopistas y estoperos para corear una tras otra, otra tras una, y en medio una más, las canciones del ahora, ayer y siempre de una banda que me solaza ver anclada al suelo a pesar de los éxitos y vendavales. Siguen en el descampado haciendo trompos. Centrifugando emociones. Los íbamos a ver en la Plaza de Toros, pero por suerte para todos fue en la Axerquía, recinto mucho mas cómodo, acogedor y sonoro que el claustrofóbico coso. Los hermanos Muñoz ya no van en Panda. Viajan en una lavadora, de esas a las que tanto cuesta cambiar la goma. Ahora queman rueda bajo la apariencia de exploradores del espacio. Tiran de embrague y freno de mano, mientras vuelven a los orígenes, con su soniquete imperturbable y su etiqueta colgando. La suya. La única. El añado humo de la alegre goma ha dado paso al de serios propulsores sobre los que estos aguerridos gurús de la rumba rock vienen y van sin perder el control, mientras agitan a un público cuya mayor causa común el sábado era pasárselo por todo lo alto como aperitivo gourmet antes de irse a la feria.
Con una vigorosa y cualificada banda abriéndose en abanico tras los Muñoz, compitiendo con la imagen de la torre de la Mezquita y la noria en el horizonte, el acierto fundamental en este arrope es dejar hacer a los chavalillos: no estorbarles, no pisarles, no desdibujarles, no robarles la frescura, la garra, el acento, no pulirles, no sermonearles, no contenerles, no indicarles el camino, no dejarles pisar el freno mas de la cuenta, no permitir que levanten el pie del acelerador mientras el concierto da vueltas sobre sí mismo por ese camino propio identificable e intransferible que no requiere reconducción. "Ya no me acuerdo", canta apretando los dientes Jose, y nos acordamos de todos estos años en los que Estopa han ganado más que perdido a base de no tener miedo. Salir a actuar por la escotilla de una lavadora es más que una broma. Es una alegoría sobre los centrifugados de la vida y la bastardía de sus canciones. Nada duele hasta que no llega a la llanta.
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