Orozco: pintura y verdad

México celebra el Centenario de la Revolución y el Bicentenario de la Independencia con una exposición de uno de sus artistas más universales, José Clemente Orozo, iniciador del muralismo

Ana Ramos

16 de agosto 2010 - 05:00

La exposición Pintura y verdad, que acaba de cerrar sus puertas en el Instituto Cultural Cabañas de Guadalajara, Jalisco, y volverá a presentarse en el Antiguo Colegio de San Ildefonso de Ciudad de México a finales de septiembre, se encuadra dentro de los actuales festejos del Centenario de la Revolución y el Bicentenario de la Independencia de México. En total son 345 obras entre pinturas, dibujos, temples, grabados y estudios preparatorios de murales de uno de los mexicanos más universales del siglo XX, José Clemente Orozco (Ciudad Guzmán, 1883-Ciudad de México, 1949). Hace tres décadas que no se exhibía una retrospectiva tan ambiciosa del que es considerado como uno de los iniciadores del movimiento muralista en México, si bien Orozco, en su modestia, afirmó que el muralismo mexicano fue creado por "todos los pintores de México trabajando en la misma época al mismo tiempo". Me siento afortunada de haber tenido la oportunidad de visitar Pintura y verdad, y quisiera compartir la experiencia o más bien, si me lo permiten, recrearla para ustedes, no tanto como crítica sino como simple espectadora.

Camino hacia la muestra bajo un cielo blanco de nubes, propio de la temporada de lluvias de Guadalajara. Atravieso el bullicio de la calle Morelos, con sus cantinas y bazares, plagada de transeúntes locales y turistas extranjeros o venidos de cualquier rincón de la República, y me adentro en el Paseo Hospicio. A cualquier hora del día, te saluda aquí el griterío de los niños que juegan con el agua de las innumerables fuentes. El bulevar está salpicado de joyerías y, a cada paso, los vendedores ambulantes ofrecen juguetes, fotografías en el acto, globos, cometas con forma de pájaro tropical, o rusas, tejuinos y nieves raspadas, que son formas muy mexicanas de aliviar el calor de este verano tormentoso. Al fondo, la algarabía se diluye en la amplia plaza que preside el antiguo Hospicio Cabañas, hoy Instituto Cultural, un edificio de líneas neoclásicas cuya oscura y hermosa silueta contrasta con la blancura del cielo abierto. En 1939, tras casi dos años de trabajo, Orozco terminó de pintar la que muchos consideran su mejor obra: los murales de la capilla del hospicio, entre los que destaca el imponente El hombre de fuego, situado en la cúpula central. Imagino a Orozco manchado de pintura, moreno, delgado y algo encorvado, encaramado a un andamio de 27 metros de altura, dando el último brochazo a la figura de un hombre en tonos rojos que se eleva sobre un círculo de hombres grises y azulados y se entrega a las llamas de un cielo ardiente. No me cabe la menor duda, Orozco era un poeta. Hoy no podré contemplar El hombre de fuego porque se están realizando labores de conservación en la cúpula, pero sí podré admirar el resto de murales y las 17 salas de la exposición.

La primera de ellas está llena de retratos al óleo, un género al que el muralista se negó a dedicarse por encargo. Para Orozco, hacer un retrato era una forma de agradecer amistades y cariños, de manera que estos que dan la bienvenida al visitante son los rostros de quienes quisieron bien al pintor y su obra, comenzando con su madre, Rosa Flores de Orozco, cuyo retrato, de 1905, es el más antiguo que se conserva del artista. Aquí están, entre otros, Eva Sikelianos, que le sirvió de anfitriona en Nueva York, Luis Cardoza y Aragón, crítico y difusor de su obra y Mario Pan, el arquitecto con el que desarrollaría fructíferas colaboraciones. Y dominando la sala, un autorretrato pintado en 1946 nos muestra a Orozco sobrio, de traje oscuro, camisa blanca, corbata negra, sobre un fondo de áreas angulosas. Pero, sin duda, lo más impactante del lienzo son los ojos del artista, serios, crédulos y escépticos a un tiempo, que atraviesan los trazos celestes y marinos, magenta y tierra, verde agave y naranja brillante de los cristales de unas gruesas gafas hasta clavarse directamente en el espectador. Orozco era su mirada, y él lo sabía. Resulta curioso que sus manos, sin embargo, no aparezcan en el cuadro. Aunque quizá no tanto, si tenemos en cuenta que el pintor perdió la mano izquierda en un accidente.

Otra sala contiene sus caricaturas. La más antigua data de 1906 y es una pequeña historieta de ratones perseguidos por un gato en la que salen victoriosos los primeros. Otra, titulada Trío entre espinas, nos muestra a la patria personificada como una monja inmaculada que entra en un prostíbulo abarrotado de políticos corruptos. José Juan Tablada alabó así su labor como caricaturista en la revista neoyorquina International Studio: "Sabía cómo exhibir el aspecto más ridículo y llamativo del político que en México, como en todo el mundo, es un excelente blanco para la sátira y el buen humor. (...) Orozco era feroz e inexorable". El artista arremete contra nombres propios en los periódicos, pero sus dibujos denuncian en realidad cualquier forma de poder despótico. Así, la libertad aparece dentro del bolsillo del que tiene el látigo, en el ojo del adinerado, esa misma libertad que en sus primeros murales es representada como una vieja alada, colgada de cuerdas, que sujeta unas cadenas en sus manos. Y es que las caricaturas, las litografías y el resto de la obra gráfica de Orozco, ampliamente representada en la exposición, mantiene un diálogo constante con los óleos y murales.

También se recogen aquí parte de las acuarelas que constituyeron la primera exposición de Orozco en 1916, La casa del llanto. Son un serie de escenas prostibularias de muchachas que bailan solas o descansan o retozan cariñosamente con los clientes. Estas estampas, por las que se le comparó en su momento con Toulouse-Lautrec, fueron censuradas por la opinión pública. Su humor y picardía se consideraron ofensivos a la moral hasta el punto de que el comerciante que se había comprometido a exponerlas acabó negándose a hacerlo. Finalmente, por fortuna, la exposición se reubicó e inauguró en la librería Biblos de Ciudad de México. El incidente no amedrentó a Orozco, ni sus cuadros dejaron de crear controversia. Es célebre la anécdota del primer viaje a Estados Unidos del mexicano. Tras examinar su equipaje, los aduaneros hicieron trizas 60 de sus pinturas, amparados en la ley que prohibía introducir imágenes inmorales en el país.

Pero sigamos adelante. Buscando una temática y estilo propios, Orozco realiza los murales de la Escuela Nacional Preparatoria de México entre 1923 y 1924. Dichos murales forman parte del momento inaugural del muralismo mexicano. En ellos se pinta al hombre luchando contra la naturaleza, al Cristo destruyendo su cruz, a desnutridos pisoteados por aristócratas que salen de fiesta, a un hombre y una mujer -la ley y la justicia- haciéndose ojitos mientras andan de parranda. Son años convulsos para México, y Orozco, como tantos otros artistas de su época, rechaza las viejas formas pictóricas y sociales, los adornos, para proponer una pintura que hable, que cuente, que signifique.

Entre 1926 y 1928, Orozco realizó una serie de tintas titulada México en la Revolución, que son una expresión plástica de las ideas del pintor sobre la sangrienta Revolución mexicana: fusilados, ahorcados, mujeres llorando en vano, heridos y mutilados, hombres acuchillados junto a plantas de maguey, fosas comunes, batallas cruentas, explosiones, violaciones, súplicas, palizas, bailes macabros, muertos y más muertos. Como escribió en su Autobiografía, la Revolución no fue para él otra cosa que "sainete, drama y barbarie". Y sin embargo, Orozco siempre dijo que su obra no era política, una afirmación difícil de asimilar a la vista de estos dibujos. Aunque puede que sencillamente se refiriese a que no militaba en ningún partido político. La continua reflexión sobre el pasado y el futuro de México, sobre la Conquista, la época prehispánica, la crisis del capitalismo, la defensa de los marginados, la pesadumbre del espíritu frente a la desgracia de la civilización son algunas de las perlas que constituyen el meollo de su obra apolítica. Propugnó además un arte propiamente americano, mexicano, libre de las ataduras europeístas. En sus propias palabras, la suya "es una idea americana, desarrollada en formas americanas, sentimiento americano y, en consecuencia, en estilo americano".

Salgo impresionada de la última sala, no es fácil asimilar a Orozco. Vuelvo a casa preguntándome cómo es posible que le permitieran pintar, por ejemplo, aquellos murales en la Baker Library del Darmouth College que retratan al hombre industrial moderno de un modo tan despiadado. Murales que describen el nacionalismo y el Estado mediante buitres, llaves, pistolas, cadenas y cerrojos; frescos de sacrificios humanos pasados y modernos, pinturas que denuncian la muerte del espíritu bajo la losa de un entorno deshumanizante, como el titulado Los dioses del mundo moderno, en el que un grupo de esqueletos vestidos con toga y bonete examina sobre la camilla a otro esqueleto, este sí desnudo, abierto de piernas. Me pregunto qué ocurriría si estos murales se pintasen hoy. Y me pregunto también por qué no se pintan.

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