Muertos de risa

Ángel Vázquez

26 de abril 2009 - 05:00

Allí estaba Marsé después de cantarles las 40 a los del cine, disfrazado con un chaqué, recibiendo el Cervantes. Dispuesto a reivindicar la convivencia de lenguas y la libertad de los creadores para expresarse en la que les venga en gana. Allí estaba Marsé diciendo que su trabajo consiste en buscar "algo que tiene que ver con alguna forma de belleza...".

Todo eso iba y venía en mi cabeza. Mientras, allí estaba Serrat, campechano, llamando a las cosas por su nombre, compartiendo con un teatro lleno a rebosar el resultado de su trabajo: canciones llenas de belleza. Como Los fantasmas del Roxy, compuesta hace años mano a mano con Marsé. Esa y otras muchas, alrededor de la treintena, conformaron una nueva noche con Joan Manuel y sus cosas.

He perdido la cuenta de las veces que Serrat ha paseado su repertorio por aquí. Le he escuchado de todas las maneras posibles, con todos los repertorios imaginables, en todas las combinaciones permitidas por la lógica. Hasta la extenuación. Me faltaba verle desnudo, y no es que tuviera interés, pero esta vez casi. Porque así es como apareció el viernes sobre el escenario del Gran Teatro. Ha despedido a la banda, a la orquesta, a los colegas ocasionales y hasta a Sabina, y afronta la crisis escatimando compañía sonora, intercambiando guiños únicamente con el Miralles de toda la vida para presentarse a pecho descubierto sin parar de sonreír. La compenetración entre ambos es tan perfecta como natural. No hay secretos entre ellos. Ni siquiera tienen que mirarse con el rabillo del ojo para saber lo que ha hecho el otro, lo que está haciendo o lo que va a hacer. Esa fresca complicidad hace que el resultado sea arrebatadoramente simple, y al tiempo extremadamente compacto. Como dos en uno.

Iban a verle cantar lo más escogido de su larga carrera. Sabían de la pátina de antología que recubre la piel de este show. Pero el autor de Mediterráneo no se conformó con cantar. En el bolsillo de sus vaqueros traía un espectáculo paralelo que, a tenor de las reacciones del público, pareció encantar tanto como el principal. Serrat tiró de humor para pespuntear un larga cita. Chistes y más chistes embutidos en monólogos dispersos por entre las canciones compadrearon con la audiencia, que no paró de carcajear ante las ocurrencias del catalán, un tipo ideal para invitar a esas aburridas reuniones familiares. Mientras el público se partía de la risa, al fondo, una especie de piel de toro blanca se convertía en pantalla de proyección por donde pasaban alusiones gráficas a cada tema que iba sonando, mientras una mesa auxiliar servía de improvisado minibar sobre el escenario. Eso y Miralles es todo lo que Serrat traía, todo lo que necesitó para llevarse al teatro de calle. Allí estaba, con un coqueteo continuo, sus habituales modos vacilones y una incontenible verborrea entre la que coló incluso afirmaciones políticamente incorrectas que en sus labios sonaban a inocente chiste de sobremesa.

No hubo nada del acotado universo cantautoral que Serrat no abordara en su visita. Trovador y poeta, confesor confeso, latino, tanguero, romántico, sinvergüenza, seductor, narrador de vidas ajenas y propias… Todos los registros posibles se asomaron a la barandilla de su espectáculo para congraciarse con una audiencia arrojada de antemano a sus brazos, suicida en su fervor, incondicional y melancólica, ávida de su peculiar voz temblorosa y a partir de ahora de troncharse con sus chascarrillos.

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