Marta tiene un blandiblú
Fecha: jueves 23 de octubre. Lugar: Gran Teatro. Tres cuartos de entrada.
El musical de los Hombres G es pop en estado puro. Con esa frase podría ahorrarme todas las demás elucubraciones que ustedes van a leer sobre él, porque se supone que ya deberíamos saber lo que es el pop y lo que podemos esperar de sus guiños. Habría que ponerse de acuerdo sobre si hay que tomárselo en serio o dejarlo pastar a sus anchas sin más pretensiones y, sobre todo, habría que ver en qué momento deja de ser pop para pasar a tomarnos el pelo. No creo que sea ese el caso de este musical, a pesar de que bordea los monosacáridos con sospechosa cadencia y su guión lleva, como el pop, intrínseco el pastelazo.
La historia de la chica del marcapasos cumple con los ingredientes que nadie debería dudar encontrar en él. Todo rollo pop que se precie debe ser liviano, intranscendente, pegadizo y repetitivo. Debe gustar a cuantos más mejor, contar con una importante presencia vocal engatusadora, ser capaz de fluir de manera natural a base de melodía y enganchar sin piedad. Y ya, si tiene coreografía, lo flipas. Para bien o para mal, eso es lo que durante casi tres largas horas ofrece este musical popero de libro, basado en un grupo, Hombres G, que no es que fuera pop. Es que era lo siguiente. Y de aquellos polvos…
Eso de enganchar canciones una tras otra sobre un guión, para mayor gloria de una banda, unas veces sale regular y otras peor. En este caso hay cal y arena en el resultado, metamos el dedo en el ojo, pero también hay que ser conscientes de que estamos viendo un montaje sin más pretensión que entretener, divertir y evocar canciones babosillas. Por eso, no debe extrañarnos encontrar, desparramados, tópicos argumentos que parecen tanto un tributo más al repertorio del cuarteto original como el reflejo intrascendente del ala hiperpopera de unos 80 que por suerte fueron mucho más que Hombres G. Cachondeo, alcohol, diversión, pijerío, cenizos, chicas ligeras de ropa, amigos tontos, amores y desamores y juventud a raudales es lo que pone sobre el escenario este show, cuya buena digestión depende mucho de las medallas de fan que te colgaras en su momento. El musical, que hasta el domingo puede verse en Córdoba, desvaría por entre una trama que evoca a los teenagers playeros americanos y sus andanzas sentimentomusicales, con cierta dosis de supuesta comicidad, exhibiendo mucha carne fresca, un plus de sexualidad bastante inocentón pero visualmente atractivo (cacha y pierna) y una escenografía sencilla pero capaz de hacernos pasar de un cuadro a otro con efectividad.
Oído esto hay que advertir que el trabajo musical salva en buena parte a la obra. Una banda en directo, en el foso de la orquesta, respalda la trama con buen sonido y arreglos respetuosos y sensatos para con los originales, en una ejecución impecable que suena sin dolor de tímpanos. Arriba, las coreografías se revuelven vistosas y detallistas, reflejan nítidamente la alegría, el optimismo y el buen rollito del repertorio G, dejando hueco también para sus lacrimógenos altibajos amorosos, que 30 años después siguen viviendo en la memoria colectiva. Las voces de los actores son correctas, con una calidad coral a la altura de las pretensiones, y con sorpresas como la voz de Leo Rivera o la presencia muy acertada de Rocío Madrid. La obra cumple con su misión de entretener, que es lo que el pop persigue desde hace décadas, aunque llegado un timing se convierta en un alargado blandiblú, excesivo para los estómagos delicados con el repertorio de los del pica pica.
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