Cultura

Luces y sombras de las Santas

  • Las mujeres de ropas seculares que ideara Zurbarán confieren un notable interés a la muestra de Santa Clara pero el problema de llevar la moda al museo permanece

Aunque haya en Sevilla obras de Zurbarán de mayor calidad que las nueve santas que ahora nos visitan (dos, las del Louvre y el museo Fabre, faltan a la cita aunque aparecen en el catálogo), los cuadros tienen el interés suficiente para justificar su exposición, junto a las ocho piezas de taller que conserva el Museo de Bellas Artes. La muestra enfatiza sus ropas. Pero más acá de las espléndidas telas, hay algo que confiere a estas figuras su vigor: el modo en que los cuerpos ocupan el espacio del cuadro. Santa Casilda (Museo Thyssen Bornemisza, Madrid) traza una serena oblicua que lleva la figura desde el ángulo inferior izquierdo del lienzo hasta la división áurea de la horizontal superior del cuadro. Con análoga armonía se construye el suave movimiento de Santa Isabel de Portugal (Museo del Prado), mientras que las figuras de la otra Isabel y de Santa Catalina de Alejandría (ambas del Museo de Bilbao) son imágenes de la firmeza: presentes en el eje vertical del lienzo hacen vibrar el cuadro entero. Distinta es la opción de Santa Eufemia (Palazzo Bianco, Génova): desplazado el cuerpo ligeramente a la derecha, la cabeza girada, acercándose la frente al eje de simetría vertical, confiere a la figura esa elegancia que los antiguos llamaron gracia.

Tan variadas maneras de irrumpir en el rectángulo del cuadro y hacerlo vibrar logran algo muy preciso: dar entereza a la figura, otorgarle el valor de la presencia. Las santas, en efecto, poseen dos virtudes: están dotadas de realidad y son mujeres que se poseen a sí mismas. El mejor realismo, más que la exacta correspondencia entre el cuerpo real y la imagen pintada (Zurbarán más bien suele descuidar los parecidos), busca dotar a la figura de la prestancia del cuerpo vivo. Las imágenes de ese realismo (típico de la pintura española) no son soñadas, pensadas o imaginadas, sino que están ahí, mostrando la verdad de su existencia. Es esta una cualidad de estos cuadros a la que añaden la serena firmeza de quien se sabe capaz de dirigir su vida. Las telas, las ropas, son el aura que enfatiza esa doble verdad que convierte a estas figuras de mujer en signo del individuo resuelto a ser dueño de su vida.

Antes, el arte hizo de las figuras sagradas iconos del más allá: mujeres hermosas y aun sensuales, vestidas como matronas romanas, estaban sin embargo en comunicación con la divinidad e invitaban por eso a la oración. Las mujeres que idea Zurbarán, por el contrario, reposando en sí mismas y ataviadas con ropas seculares (análogas a las de la aristocracia de la época) son sobre todo figuras morales y más que exigir una oración, muestran un comportamiento. Todo esto confiere a esta muestra notable interés.

No faltan sin embargo problemas. Uno de ellos es el montaje elegido. Al oscurecer las paredes de la sala, se ha optado por iluminar cada cuadro con focos dirigidos, renunciando a la luz ambiente. Esto tiene dos consecuencias: se generan reflejos, que dificultan la visión, y se resta profundidad al cuadro. La luz dirigida aplana la pintura; destaca la figura pero le quita volumen y convierte el fondo en casi inexistente, perdiéndose así muchos valores espaciales.

Otra cuestión a debatir son los vestidos expuestos. Nada que objetar al de Balenciaga: su segura sencillez apunta al carácter singular de la presencia del individuo y confirma cuanto dice González de Durana en el catálogo sobre la visión conceptual y reflexiva (no anecdótica) que tuvo Balenciaga de la obra de Zurbarán. Diferente relación establecen la mayor parte de los vestidos expuestos en el dormitorio alto. No puedo valorarlos ni voy a hacerlo, pero la relación con las santas en ciertos casos desaparece y en otros, atiende a detalles aislados descuidando las ideas.

A ello se une un antiguo problema: al llevar la moda al museo, suele transportarse con ella su estructura espectacular, con lo que la muestra se acerca más a la brillantez de la pasarela que al distanciamiento que debe buscar la sala de exposición. Moda Española (Tras el espejo), organizada por el Museo Reina Sofía (2003) evitó ese obstáculo: al presentar la moda como fenómeno artístico, social y cultural, propició una lectura reflexiva y crítica. Otras muestras -las de Armani (Guggenheim Bilbao) y Victorio y Lucchino (CAAC)- no lo consiguieron. Tampoco se logra ahora en la sala alta de Santa Clara.

Queda hablar de este convento. La muestra puede ayudar a que, quienes aún no lo conozcan, visiten el convento, valoren la elegancia del patio y de los alicatados del refectorio, aprecien los restos de esgrafiados y tomen sobre todo conciencia de la necesidad urgente de restaurar el edificio, único medio de evitar la degradación de su delicada arquitectura. Una petición cívica razonada, amplia e intensa quizá moviera a las Administraciones Públicas y conmoviera a entidades privadas para recuperar este fragmento de la memoria de Sevilla. Los tiempos no son propicios pero hay procesos que no pueden esperar porque quizá sean irreversibles.

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