Apresúrese a ver Córdoba
'el Día' recupera el histórico artículo que Carlos Castilla del Pino publicó en 1973 en la revista 'Triunfo' en el que ofrecía su visión de una Córdoba que estaba "dejando de ser"
Salvo excepciones, cualquiera estaría dispuesto a aceptar que el hecho de que España no hiciese a su debido tiempo la revolución industrial constituye una desgracia irreparable. España, la faz de España, seria, con la mayor probabilidad, distinta, como lo fue tras la invasión árabe, y luego tras la Reconquista cristiana. Pero la negativa que supone el no haberse incorporado en su momento nuestro país a lo que fuera el requerimiento industrial europeo, podría ofrecer hoy día una contrapartida positiva en algún sentido, a poco que existiese una mínima sensibilidad histórica (...).
A mí me interesa el pasado, las huellas de nuestro pasado, no sólo a modo de adorno que ofrecemos a nosotros mismos y a los que nos visitan, cosa de por sí bastante importante. Me interesa que el pasado perviva en nuestras ciudades y pueblos, porque, paradójicamente, satisface necesidades elementales que la nueva ciudad está lejos de dar cumplido fin. Me refiero al hecho de que estas ciudades y pueblos sigan siendo habitables (...). Posiblemente, ciudades como Écija, Antequera o Ronda, Cáceres o Trujillo, Plasencia, Ciudad-Rodrigo o Cuenca, Toledo o Salamanca, por sólo citar unas pocas, no han sido edificadas de acuerdo a la acepción actual del vocablo "planificación". (...) cada ciudad de esta índole tiene el carácter que le es propio, o sea, su individualidad. En manera alguna, hay homogeneidad, ni siquiera entre pueblos de una misma comarca o región (...). Hoy, sin embargo, se tiende a la ciudad-igual, y las colmenas inhumanas lo mismo se edifican en Torremolinos o Sitges, a cien metros del mar, que en Badajoz o Segovia. El resultado de todo ello es el divorcio ostensible entre lo que la ciudad es y lo que debiera ser a tenor de los factores ecológicos, sencillamente, porque la ciudad se planifica al margen de los ciudadanos, en armonía con los exclusivos intereses de un grupo de ellos. Córdoba era una ciudad, y todavía lo es en alguna medida, aunque el futuro próximo se muestre en este sentido con tintas sombrías, que se podía habitar. Pero está dejando de serlo en virtud de un hábil y sutil maniobra. Se ha considerado un recinto monumental, y fuera del mismo se deja hacer, dentro de unas limitaciones que no son suficientes para evitar la pérdida del carácter que le ha sido propio. Pero Córdoba no será la misma por que se respete el mismo círculo de la Judería y el que circunda a la Mezquita. El carácter de Córdoba está también en el barrio de Santa Marina, en la Piedra Escrita, en el conjunto de Santa Marta o de San Francisco, en la extensa área que comprende San Pedro, la calle de La Palma, de Alcántara, del Aceituno, la de Santiago y del Sol, el ámbito de la Magdalena... Mi experiencia de "guía" durante los años que vivo en Córdoba me ha deparado siempre, ante visitantes que ofendería denominándoles turistas, que estas zonas aludidas y muchas más, muestran en notable contraste lo que fuera remotamente la Córdoba árabe y judía y lo que ha sido la cristina -popular-, salpicada de palacios y casas solariegas en la aristocracia rural. Usted puede pasear en esta Córdoba, sentarse en algunas de sus plazas, vivir la experiencia del testimonio directo de sus habitantes, sencillamente, porque el "hábitat" hace posible todavía hablar con el que pasa. Usted puede vivir la propia evolución histórica de la ciudad, la modificaciones sociológicas habidas, merced de los distintos signos que entre sus calles se ostenta. Porque la historia no debe estar meramente en museos y archivos, sino que, allí donde ha sido respetada, está sobre todo en la propia ciudad.
Córdoba está, como he dicho, dejando de ser. Y hay que reputar su devastación, ante todo, a la especulación del suelo. Pese a las tímidas limitaciones impuestas, sobre todo en lo que concierne a la altura, han sido sacrificados ya los palacios del conde de Priego (siglo XVI), del conde de San Calixto (XVIII), del marqués de Valdeflores (XVIII), del vizconde de Miranda (XVIII), del marqués de la Fuensanta del Valle (XVI), la casa de los Ceas, popularmente conocida como Casa del Indiano (XV): el Ayuntamiento (siglos XVI-XVIII) y un conjunto de casas solariegas que sería prolijo enumerar (por ejemplo, en la plaza de San Juan, en la calle de San Pablo, en la Trinidad, etcétera). No sólo son pérdidas irrecuperables en tanto edificaciones simbólicas del pasado, que podrían ser perfectamente utilizadas hoy, sino que la misma espacialidad que tales edificios conlleva ha sido definitivamente perturbada. Tras la torre de la Malmuerta -algo semejante a lo ocurrido con la torre de Valencia en Madrid- se alza un bloque de pisos. La plaza del conde de Priego, para citar uno de los más graves ejemplos de destrucción inimaginable, era realmente un asombro: el palacio formaba un ángulo recto, con sus dos fachadas de una sobriedad impresionante; otro lado del rectángulo lo forma aún la fachada del convento de Santa Isabel, con ventanales de celosía a unos ocho o diez metros sobre el suelo; al frente, la iglesia de Santa Marina cerraba parcialmente el espacio apenas iluminado, de manera que la vivencia habitual, apenas anochecido, venía a ser una mezcla de recogimiento y temor. La destrucción comenzó emplazando allí el monumento a Manolete, horrendo pisapapeles de tamaño descomunal, que tiene el honor de figurar en la antología del mal gusto mundial. Tras el primer plano del monumento, puede ver el lector parte de la fachada del palacio desaparecido). Hubo entonces una oposición encubierta a que a Manolete se le erigiese un monumento (...). Pero el monumento se hizo. Y cuando un cordobés sensato -"discreto" diría Baroja-, con toda suerte de precauciones, hizo una tímida protesta a que a Manolete se le erigiese tamaño artefacto, en esa ciudad en la que Séneca, Lucano, cualquiera de los Emires y Califas, Maimónides, Albucasis y varias docenas más de ilustres nacidos, no poseían aún nada que los hiciese recordar, alguien salió con la razón: "Es que esos no eran católicos...". En una segunda etapa, el propio palacio ha sido demolido para edificar en su lugar una casa de pisos, eso sí, de corte seudoandaluz (...).
Cualquier ciudad del mundo habría encontrado usos para estas edificaciones, desde grupos escolares -Córdoba, tan necesitada de ellos- y Colegios Universitarios, hasta bibliotecas públicas, salas de concierto, teatro municipal, incluso hoteles o mesones, si no mediante el interés económico, capaz de convertir en solar útil, si se le deja, a la propia Mezquita. Hoy están en peligro inmediato, por ejemplo, la casa del marqués del Bolil y el soberbio palacio del marqués de Benamejí, que conserva todavía intactos incluso los jardines descritos por Baroja, a principios de este siglo, en La feria de los discretos, y que ha sido durante años Escuela de Artes y Oficios.
Para calmar sin duda la mala conciencia ante los hechos someramente apuntados, en Córdoba ha entrado la peligrosa obsesión reconstructora. Es muy probable que nuestros "reconstructores" consideren salvajes a los ciudadanos de Roma, que no han rehecho el Foro o el Coliseo, o que estimen indolentes e incultos a los atenienses, que no han tenido interés en reconstruirnos el Partenón, dejando los fragmentos del mismo esparcidos por la Acrópolis. Aquí, en Córdoba, no se trata de dejar a las ruinas en condiciones, todo lo más, de que no se arruinen más; eso se estimaría en poco. Hay que hacer de nuevo -absolutamente de nuevo- la Sala del Trono del palacio de Medina Azahara, hasta ofrecernos una ridícula parodia de lo que fue; hay que hacer íntegramente de nuevo el inmenso templo romano, aunque, desde luego, con columnas de escayola y capiteles de lo mismo; hay que hacer de nuevo la totalidad de las almenas de la muralla del Alcázar y construir un foso escuálido, capaz de ser asaltado por un infante en jolgorio (...); hay que estropear definitivamente la puerta de Sevilla, único resto de arquitectura militar visigótica que poseemos, con bloques de piedra simulada; hay que pintarrajear de colorines absurdos la portada románico-ojival de la capilla mudéjar de San Bartolomé, o hacer que nos sonrojemos ante los que, al visitarnos, nos preguntan "¿pero qué es eso?", cuando contemplan la horripilante fachada del Hospicio (hoy Diputación) estucada para simular mármoles veteados. Y así sucesivamente.
(...) Alberto Moravia dijo hace años que Córdoba era la ciudad más bella del mundo. Por principio, hay que considerar esta frase inexacta. Sólo en un arrebato disculpable puede emitirse, porque, de hecho, nadie, ni Moravia, ni Fidias redivivo, posee una vara para dictaminar sobre medidas estéticas. Yo me limito a decir que Córdoba me parecía muy bella y que, para mí también, no era intercambiable. Si usted, querido lector, pretende tener idea de lo que Córdoba era nada más que hace diez años, ha de apresurarse. Porque de algo de lo que fuera puede no quedar huella alguna cuando venga, o, por el contrario, puede hallarlo todavía, pero bajo la forma de esperpento.
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