Un hombre y su verdad

El guitarrista onubense Juan Carlos Romero, que ha producido trabajos para Arcángel y Poveda, publica su tercer y más conmovedor disco como solista

El tocaor Juan Carlos Romero, acompañando a su paisano, el cantaor Arcángel.
El tocaor Juan Carlos Romero, acompañando a su paisano, el cantaor Arcángel.
Juan Vergillos

03 de noviembre 2010 - 05:00

Agua encendida. Juan Carlos Romero. Con José Mercé, La Susi, José Valencia, Alexis Lefevre y Mama Carmen. Producido por Juan Carlos Romero. Karonte.

Fue la sorpresa mayor de la última Bienal de Flamenco de Sevilla. Y no porque Juan Carlos Romero (Huelva, 1964) sea un recién llegado, precisamente. Éste es su tercer disco en solitario.

No obstante, nos encontramos un Juan Carlos Romero distinto del que nos tenía acostumbrados. Yo fui a su concierto dispuesto a escuchar un buen concierto de guitarra, como otros que le he visto al onubense. Pero me encontré con un músico directo, visceral, arrollador en su elegancia, contención y austera puesta en escena. Con las emociones a flor de piel, en carne viva. Me gusta más el título del programa de mano que éste que nos llega ahora sin artículo.

La guitarra flamenca no había sonado con tanta crudeza. No hablo de la guitarra de Juan Carlos Romero. Por supuesto que sí, pero no sólo. Esta nueva madurez de la guitarra flamenca quiere decir que ésta ya no necesita mostrarse con los velos de ninguna retórica: ni el virtuosismo, ni el frenesí rítmico, ni la calidez melódica. La emoción, pura, dura. El discurso musical de Romero es contenido, austero en sus formas y se ha desprovisto de cierto lastre intelectual. En Sube la marea, con el único acompañamiento de percusión y palmas, mientras que en El vino de la herida, la segunda entrega buleaera que contiene el disco, hace acto de presencia el cante de La Susi. Es ésta una bulería menos frenética, con guiños a tonos mayores y a la canción flamenca en la voz y los estribillos.

El guitarrista se apoya en la pura fisicidad del instrumento: se recrea en el rasgueo por el rasgueo, deja que la madera suene a tierra y también a metales, a melodía condensada por el tiempo. Con todos los arreglos aparentemente convencionales que contiene, estribillos corales incluidos, el contexto en el que se sitúan, el desierto, los hacen aparecer como recién nacidos, inventados. Y la melodía que se demora, que se hace más y más remolona. La calidez de la voz de La Susi es el contraste perfecto para la crudeza insoportable de la guitarra, de la escala flamenca.

Seguramente a usted le ocurrirá como a mí, que no podrá escuchar el álbum del tirón. Tanta intensidad exige un respiro, de cuando en cuando. Sigamos adelante pues: Portalillo del zapatero a ritmo de cantiñas, incluso con bajo eléctrico, coros y violín: ni eso me molesta. Porque la voz todopoderosa de José Valencia nos embadurna de barro lebrijano. Alexis Lefevre se hace más esencial que nunca, por contagio, haciéndonos guiños con los tonos mayores y destilando cada nota, en lugar de pasar por encima de ellas. Dar a cada cosa de este mundo, de este disco, su sitio, esa es la virtud enorme de esta obra, de un hombre que ha llegado a esta verdad: que la acumulación habitualmente resta. Es sin duda el corte en el que la influencia maestra de Manolo Sanlúcar se hace más patente.

El disco tiene dos soleares: la primera, sentimental, rota, es una brutal declaración de amor en la voz de José Mercé. La segunda, más clásica y solemne, pura guitarra solista, estricta en su contundencia rítmica y sin concesiones, es decir, fiel al cien por cien al sabor tradicional de este palo. Eso sí, con los sonidos, metálicos, estridentes en ocasiones, de hoy. Una soleá que conoce el olor de los cuerpos quemados de Auschwitz con un amplio despliegue técnico también de trémolos, con un final abierto. Esencial en su discurso y desbordante en su sentido absolutamente contemporáneo. Este disco, de corte clásico, no cae jamás en arcaísmos o falsas nostalgias.

La seguiriya es una bulería a ritmo de seguiriyas con el compás seguro, poderoso, de Tino Di Geraldo en el cajón y el pandero. Más tierra, más danza del pueblo estilizada. Es la faceta más contemporánea de este guitarrista que, en consonancia con los tiempos, resulta tan inquietante, o más, en los estilos llamados festeros que en los otros. Claro que desde Paco de Lucía-Camarón está distinción se volvió inoperante. Porque la contundencia se desprende, también, del arrollador impulso rítmico.

En la rondeña se recrea el tocaor en la pura melodía, arrastrada hasta sus últimas consecuencias sin presiones de tiempo o compás y con la emoción siempre contenida. Y la nana: la voz del pueblo, no profesional, para una miniatura musical espeluznante, tan clásica como inclasificable.

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