Festival de cine de Sevilla | El viaje a Kioto | Crítica

Resistencia permanente

Carlos Domingo, en una imagen de 'El viaje a Kioto'.

Carlos Domingo, en una imagen de 'El viaje a Kioto'.

Con su presencia anual en el SEFF, ya sea en Sección Oficial (Recoletos arriba y abajo), en Resistencias (Un ramo de cactus, El gran salto adelante, País de todo a 100, Días color naranja, Ternura y la tercera persona) o ahora en Revoluciones Permanentes, el cine de Pablo Llorca está desafiando sin proponérselo el propio concepto de un festival como éste (de cualquier festival), con su inflación de títulos más o menos clasificables dentro de los estándares de producción y las tendencias de autor de temporada.

Y lo desafía porque Llorca es un género y un universo fílmico en sí mismo, una isla de independencia, principios, persistencia, rigor y autonomía en un panorama europeo y nacional que, ya se incline coyunturalmente a la denuncia social o abrace un cierto hedonismo formal a la moda, depende de demasiados factores que exceden y emborronan el propio concepto de autoría.

El cine orgullosamente povera y radicalmente político de Llorca parece hoy más próximo a la comedia, aunque en él puedan reconocerse todos esos rasgos anti-estéticos y anti-genéricos que tanto nos gustan, esa tozudez por narrar lo concreto a toda costa y extirpar del plano todo atisbo de belleza o sugerencia metafórico-simbólica que no sean meramente funcionales en el engranaje de su relato desnudo y preciso.

Y en El viaje a Kioto vuelven a resonar muchas más cosas de las que aparentemente hay, aunque Llorca lo niegue. De nuevo están las castas familiares, los barrios altos de Madrid y sus pisos decadentes, las madres sobreprotectoras y los peterpanes mimados, la nostalgia del esplendor clasista, las carreras artísticas de éxito (fraudulento) y el dulce fracaso de la honestidad, una manera de mirar la España de hoy que no necesita estar pegada a la actualidad para extraer conclusiones. Pero también están la comedia inmobiliaria, una insólita y romántica persecución en el metro, bares de menú convertidos en restaurantes japoneses, la sátira del mundillo del arte contemporáneo, el rock’n’roll, solos de piano y hasta conversaciones de WhatsApp en pantalla. Pocos cineastas dan más por menos.