En un viejo país de nuevo desgarrado
Se ha debilitado la patria española y los que la defienden son considerados reaccionarios
Creíamos que nunca más volveríamos a ser ineficientes, parafraseando a Jaime Gil de Biedma, en su bello y nostálgico poema De vita beata. Pero de nuevo han aparecido los males de la patria. Navegamos a la deriva con incierto rumbo, aunque los inexpertos y ambiciosos capitanes que nos gobiernan crean estar seguros de hacia dónde se dirigen. No está nada claro, ni siquiera si podrán sortear los escollos que ellos mismos han sembrado.
Es difícil entender y todavía más perdonar a los responsables de nuestra caótica situación, sin duda, los nacionalistas catalanes y vascos, como consecuencia del embate que han planteado contra la línea de flotación de la nación española. No parece que haya que celebrar ni alabar a quienes han ganado las elecciones, dado que han fracturado la sociedad española, por más que justifiquen sus pactos y alianzas, bajo el manto protector de su política "progresista". Ni tampoco es de recibo que se permita a indeseables diputados atacar las altas instituciones de la nación, sin responder adecuadamente.
Hasta la fecha lo que constatamos es que vamos camino de construir un país en el que prosperan todo tipo de nacionalismos insolidarios que consiguen hacer productivas sus inmorales trayectorias, siempre dispuestos a exprimir al resto del país en beneficio de sus intereses: "Los catalanes, tremendamente egoístas, tienen muy poca consideración para con las demás provincias; son un resto de Celtiberia y suspiran por su independencia perdida; no hay provincia del mal unido manojo que constituye la monarquía española que cuelgue menos firmemente de la Corona que Cataluña. Tanto ellos como su país son la maldición y la debilidad de España y una perpetua dificultad para los gobiernos. Cataluña es el niño mimado de la familia peninsular, al que a pesar de ser el más díscolo e ingobernable, se sacrifica al resto de la prole." Así se expresaba Richard Ford, en su Manual de Viajeros por España, en 1844, el mejor libro de viajes de la época. De los vascos dijo "que son ultra localistas y por tanto sobrevaloran su propia ignorancia y menosprecian la inteligencia de otros".
Y resulta inadmisible y poco democrático que quienes no estén de acuerdo en las políticas del Gobierno sean considerados como reaccionarios o de extrema derecha, dado que entre los disconformes hay muchos españoles con bastantes más credenciales democráticas que los nuevos líderes del Partido Socialista y de Unidas Podemos. Incluso a más de uno puede que le asalte la duda si los Pedro Sánchez y los Pablo Iglesias hubieran tenido el valor de enfrentarse a la dictadura y traer la democracia.
Y fue por ello por lo que esa generación tuvo la grandeza de perdonar y pasar página, para que no existieran nunca más los enfrentamientos viscerales que han provocado todo tipo de sufrimientos y retrocesos a lo largo de nuestra historia.
Las turbulencias tras la elección del jefe de Gobierno han amainado, pero no cesan. La política retoma su cotidianidad.
José Antonio Carrizosa, director de este periódico, ha escrito que la vida sigue, que el guirigay de insultos y el bochornoso espectáculo que hemos contemplado no desembocará en tragedia, como sucedió en tiempos pasados. Se ha producido una fractura política, añadirá, pero no social. Tiene razón. La sociedad española ha avanzado enormemente, es mucho más rica, más abierta, más democrática de lo que lo era a mediados del siglo XX. Nuestras diferencias sociales son infinitamente menores. Existe un gran Estado de bienestar y un alto nivel de vida, y también un poderoso entramado empresarial, generador de riqueza y empleo.
Consecuentemente no tiene sentido demoler este impresionante edificio y que quienes lo hicieron posible tengan que pedir perdón. Nuestro problema es si seremos capaces de comenzar de nuevo y sobre todo cuáles son las soluciones. No se resuelve el vacío actual por el hecho de que se piense que el tiempo todo lo cura y que tarde o temprano encontraremos el camino. Se hace necesario conocer las razones que nos han llevado a esta situación que casi nadie entiende ni comparte y, a su vez, saber qué opinan los españoles sobre el huracán que se ha cernido sobre ellos.
Nuestra problemática actual hunde sus raíces en la Transición, cuando diseñamos el Estado de las Autonomías cuya difícil gobernabilidad quedó potenciada por una antidemocrática y desestabilizadora ley electoral. Deberíamos haberla reformado. Si lo hubiéramos hecho, no nos econtraríamos en este laberinto y habría menos rufianes y judas en el Parlamento. El modelo que ideamos para unirnos ha terminado por dividirnos. Incompresiblemente permitimos que algunas de las autonomías –las más ricas y las que más privilegios recibían–, fueran gobernadas por los nacionalistas cuyo único objetivo era dinamitarlas. Para colmo, además las dotamos de poder y medios para hacerlo. Es un caso insólito. No hay ningún otro país democrático avanzado que haya permitido tal insensatez. Desafortunadamente cuando empezó a zozobrar, a ningún jefe de Gobierno, desde Felipe González hasta Rajoy, se le ocurrió poner los medios para evitar una posible eclosión. Al revés fueron echando leña a la hoguera.
Se produjo porque ignoramos la historia y románticamente pensamos que existía la voluntad de permanecer unidos. Olvidamos que las fuerzas centrifugas en nuestro país han sido tan fuertes como la centrípetas; que España llegó a ser un gran imperio, pero no una nación unida, al contrario que Francia, que sólo fue un efímero imperio con Napoleón, pero cimentó su Estado-Nación con Francisco I allá por el siglo XVI. Por eso nunca hizo concesiones a pretendidas identidades regionales. Si las hubo, el Estado central no permitió veleidad alguna. El resultado es que no tiene problemas identitarios en sus territorios vascos y catalanes, cuyos niveles económicos son inferiores a los de sus homólogos españoles.
Hemos vivido los mejores cuarenta años de nuestra historia gracias al modelo que elaboramos en la Transición y que sancionó la Constitución española de 1978. Ahora al parecer ya no funciona. Cuesta creer que con los mimbres actuales se pueda diseñar un nuevo modelo en el que integremos todo tipo de "identidades, sentimientos y sensibilidades regionales", máxime cuando hemos llegado a tal despropósito, que esta irracionalidad no sólo afecta a Cataluña y al País Vasco, si no que está avanzando también en Navarra, las Islas Baleares, Valencia e incluso en León. Pronto es de temer que esa bella comarca del Bierzo que se siente más gallega que leonesa solicite ser considerada República independiente. Y así sucesivamente. No sabemos por tanto si este nuevo camino que ahora iniciamos nos llevará al éxito o al precipicio.
Con este complejo entramado no parece fácil que podamos encontrar el equilibrio por más que el presidente de Gobierno nos describa un mundo idílico. No basta con que anuncie ahora una "política de dialogo social y territorial". Tras la tersa y brillante superficie, subyace todo un mundo turbulento y contradictorio donde nadie se fía del otro y donde lo que se dice hoy es lo contrario de lo que diré mañana. Raro será el que crea que las políticas que se emprendan tiendan a mejorar la sociedad en su conjunto y no a consolidar el poder de quienes las inician.
Se podría pensar, si uno quiere ser optimista, que la deriva política que ha liderado Pedro Sánchez y le ha llevado a la Presidencia del Gobierno, debe ser positiva y puede que así lo crea el propio elegido y su partido que casi unánimemente lo ha apoyado. Resulta sin embargo más difícil de creer que su coalición con Unidas Podemos y sobre todo sus pactos y alianzas con los nacionalistas radicales catalanes y vascos "nunca supondrán la ruptura de la nación"; por la simple razón de que sus aliados han dicho exactamente lo contrario.
Este periódico en su editorial del pasado 3 de enero parecía dudar de tan buenas nuevas: no es probable que de la mesa de dialogo pactada con Esquerra Republicana surja la independencia catalana, si bien daba por hecho que generaría una España asimétrica que privilegiaría a las autonomías más ricas.
Si uno opta por ser pesimista, puede que esté de acuerdo con Ignacio Camacho, sutil y perspicaz periodista, que considera que estos pactos dinamitan el concepto de Estado-Nación. En todo caso ya han generado la fractura y división de la sociedad española y por tanto son contrarias a nuestros intereses. En uno de los más lúcidos análisis que han tratado este tipo de políticas insensatas, Barbara Tuchman, ensayista norteamericana de gran prestigio, en su libro La Marcha hacia de la locura vino a decir que las actuaciones irracionales se producen en la historia con frecuencia y se han dado en todas las épocas y en casi todos los países. Añadió que el problema se agrava cuando son apoyadas por numerosos seguidores o por los partidos. Se preguntaba consecuentemente por qué hay gobernantes que contradicen los dictados de la razón y emprenden políticas que pueden causar la ruina de su país.
Y en esta línea uno se pregunta por qué ha aceptado esta deriva el Partido Socialista y se ha mantenido al margen su vieja guardia, salvo Alfonso Guerra, tras ver que sus herederos van camino de traicionarlos; por qué el Partido Socialista de nuestra región no se ha opuesto a esta insensatez, cuando en los inicios de la Transición tuvo que intervenir para evitar que nos convirtiéramos en ciudadanos de segunda o tercera clase.
Da la impresión que la luz de la razón y la mesura dejó de brillar en el partido socialista, cuando se produjo la irreparable pérdida de Alfredo Pérez Rubalcaba.
Pero como quiera que es el nuevo Gobierno quien debe definir la ruta a seguir, no queda más remedio que desearle éxito al señor Pedro Sánchez y, si consigue enderezar el rumbo, incluso apoyarlo, evitando que lo dinamite el errático populismo de Unidas Podemos.
El temor radica en que parece haber dado un salto en el vacío. Solo tiene dos posibilidades que se vislumbren en el horizonte: o consigue integrar a los nacionalistas en el nuevo modelo que irá perfilándolo al socaire de como vaya avanzando la gobernabilidad del país y que nadie sabe en qué consiste; o no le quedará más remedio que plegarse a las exigencias nacionalistas, que primero exigirán la asimetría total, y luego la autodeterminación.
Difícilmente encontrará apoyo en las fuerzas conservadoras. No le harán fácil su gobierno, pero no podrán impedirlo, al menos a corto plazo. Difícilmente podrán a su vez gobernar la nación española en los años venideros. La política de concesiones de los nacionalistas ha conseguido un doble efecto diabólico: el primero es hacer casi imposible que partidos como PP y Ciudadanos puedan obtener en el futuro un caudal suficiente de votos en las autonomías catalanas y vascas. Sus habitantes saben que si estos partidos llegaran al poder, no les quedaría más remedio que eliminar parte de los privilegios que se les han regalado en los últimos años. Si grave es la fractura política de la sociedad, todavía peor es el hecho de que esa división se defina territorialmente.
El segundo es haber potenciado a los nacionalistas catalanes y vascos. Nunca antes han sido más fuertes y están más seguros de que conseguirán sus objetivos. Incluso se sienten blanqueados por los tribunales de justicia europeos, que parecen estar dispuestos a sembrar las semillas de la desmembración de la Unión Europea. Afortunadamente nuestro Tribunal Supremo se ha opuesto a este despropósito, exigiendo respeto a la soberanía nacional.
Debido a toda esta irracionalidad se ha debilitado la patria española y quienes la defienden son considerados como reaccionarios o de ultraderecha, a pesar de que es la única que existe desde hace siglos y la que tenía que haber cimentado Pedro Sánchez, si quería consolidar la unidad nacional. Por el contrario las "Patrias Vasca y Catalana", quimeras que nunca han existido, se han convertido en mitos que integran todas las fuerzas políticas, tanto de derechas cómo de izquierdas, de sus propios territorios. Acepta Pedro Sánchez la plurinacionalidad para la nación española, que rechazan los nacionalistas para las suyas.
No hay por tanto razón alguna para que Pedro Sánchez consiga su primer objetivo, que sería su gran triunfo. Si no fuera así, que es lo más probable, no le quedará otro remedio que plegarse a sus exigencias nacionalistas y aceptar los referéndums de autodeterminación, que puede suponer el desmembramiento de España. Pero es esta una línea roja que si la traspasa le costará el poder, que es lo último que está dispuesto a perder.
Por tanto optará, casi con seguridad, por sacar de la chistera cuantos comodines sean necesarios para mantenerse en el gobierno el mayor tiempo posible. Personaje genial para algunos y megalómano compulsivo para otros, sabe que no tiene grandes enemigos, que ha fagocitado a todos los que podían hacerle sombra. Empieza a ser la viva personificación de Saturno devorando a sus hijos y también a sus padres. Goza además del apoyo incondicional de los suyos.
Sus verdaderos enemigos no son sus adversarios políticos sino sus aliados; pero los conoce bien, son lobos de la misma camada por lo que puede que tengan interés en apoyarlo, durante bastante tiempo, ya que en principio no tienen nada que perder. Es la misma baza que jugará Pedro Sánchez convencido posiblemente de que su astucia, osadía y la capacidad que posee de conceder dádivas y manipular la opinión pública, le permite salir con ventaja en esta carrera por el poder. Hasta el momento ha podido romper todas las reglas del juego, ignorar a sus adversarios y demonizar a Vox, que es casi una creación suya que ha dividido a la derecha. Ha conseguido que sus aliados-enemigos lo voten, aunque le hayan puesto contra las cuerdas. Puede que no perdone a quienes lo han humillado y ande rumiando la forma de hacerles pasar por sus horcas caudinas.
Algunos piensan que tanto Pedro Sánchez como Pablo Iglesias "harán naufragar a España antes que lo haga su Gobierno". Podrá ser así si hablamos del líder de Unidas Podemos, pero no el presidente del Gobierno. Sabe con certeza que si se disgrega la nación, cavará su tumba y también la de su partido. Todo político que pretenda cambiar completamente los modelos y sistema de gobierno que estructuran un país, debe tener cuidado de no destruirlo. Gorbachov cometió ese error y hoy día vive en el ostracismo. Si desafortunadamente eso sucediera, España renacerá de sus cenizas, aunque amputada. Mucho más triste y menos próspero será el destino de las "repúblicas independientes" que se hayan creado y también el de los responsables de este despropósito.
Tal es la confusión, el desencanto y la decepción, que uno casi llega a pensar que lo menos malo que nos puede pasar es que Pedro Sánchez triunfe en su apuesta; siempre y cuando Dios nos coja confesados.
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