La cultura del esfuerzo
Cuando era pequeño, entre los ocho o nueve años, mi padre comenzó a llevarme a su empresa los veranos y demás festivos para que le ayudara con tareas en su taller. Limpiar las herramientas, barrer, organizar material ligero… Pequeñas labores al alcance de un niño de esa edad. Hoy sé que para muchos padres sería una locura hacer que sus hijos madrugaran en épocas vacacionales para realizar algún tipo de trabajo, pero para mí fue un juego, aunque reconozco que muchos días hubiera preferido dormir hasta tarde y pasar las mañanas viendo la televisión, como hacían muchos de mis amigos.
A los 14 años, decidí dejar mis estudios temporalmente y trabajar, algo que mis padres apoyaron al 100%. Aunque no soy demasiado mayor, los de mi generación ya dejaban de hacer estas cosas y se comenzaba a perder el concepto del aprendiz que habíamos vivido muchas personas.
Ser primero, para poder luego hacer y de esa manera poder tener. A nadie de esa época se le ocurriría pedir nada si no había dado antes algo. Aprender, estando dispuesto a no ganar en principio, practicar y esforzarse por ser, no por tener. Hoy hemos perdido esa cultura de esforzarse por conseguir las cosas. Hemos convertido la sociedad en minimalista: máximo resultado con el mínimo esfuerzo, y eso no funciona. Quizá lo hizo en un momento en el que obtener resultados grandes era más o menos fácil, pero en estos tiempos que estamos viviendo querer resultados sin pagar el precio es algo simplemente inconcebible.
Cuando me refiero a pagar el precio, he de decir que precio es la ecuación de sumar dinero+tiempo+energía+emociones. No existe precio a pagar que no tenga estos cuatro ingredientes. El coste económico por alcanzar un resultado debe de ser medido de igual manera que el tiempo invertido y la energía consumida. Y por supuesto, las emociones puestas en evidencia, mostradas y usadas para alcanzar lo que queremos conseguir. No existe cosa que queramos lograr que no haya que pagar un precio con estos ingredientes.
Quizá nos hemos acostumbrado a tener sin hacer, y mucho menos sin ser. Siento y pienso que el español tiene un carácter ganador, una manera de ser ambiciosa en cuanto a querer y desear grandes resultados, pero debemos de rescatar la cultura del esfuerzo.
Hace unos meses me tuve que encontrar con mi esposa en Madrid. Ella viajó un domingo en el primer AVE de la mañana rumbo a la capital. Al llegar y encontrarnos en Atocha, me dijo: "Me resultó muy curioso observar que más o menos la mitad de mi vagón estaba ocupado por personas de origen asiático y la otra mitad de origen español. Lo realmente paradójico es que casi el 100% de los españoles iban durmiendo, y que el 100% de los asiáticos iban con sus equipos informáticos trabajando, o al menos eso parecía".
No quiero recurrir al clásico de que el concepto Chindia nos está invadiendo, porque no lo está haciendo. Ya lo ha hecho. Son la fábrica del mundo, y por cierto, ya no está demasiado claro que todo lo asiático sea de mala calidad.
La única forma de competir en este nuevo modelo de mercado es ser capaces de ofrecer lo que nunca podrá ofrecer nadie de fuera: nuestra alegría, nuestro empuje, nuestra capacidad de soñar, de planificar y de trabajar, porque si algo nos caracterizó a España siempre es nuestra capacidad de trabajo.
Te invito a reflexionar sin juzgar, a pensar sin criticar y a actuar sin combatir. Te invito a meditar cuál es tu elemento diferenciador para ganar mercado y rescatar nuestra economía, cada uno desde su lugar, sin esperar a que nadie venga a sacar las castañas de fuego. Te invito y te desafío a pagar el precio que nos corresponda para rescatar la cultura del esfuerzo y que algún día podamos mirar atrás y decir con orgullo: "Yo fui protagonista de aquel cambio y estuve dispuesto a poner mi grano de arena por construir una sociedad mejor".
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