El retrovisor

Palacios, el héroe oculto

La singular campaña de captación de socios del Córdoba ha hecho que muchos aficionados jóvenes hayan conocido la primera gran gesta en la historia blanquiverde y también el nombre de uno de los héroes de aquel memorable día en el Colombino de Huelva. “Ya hace casi cincuenta años de los tres goles de Miralles al Recre…”, dice el spot creado por un departamento de marketing cuyos responsables aún no habían nacido en el lejano abril de 1962, cuando con un inapelable 0-4 se conquistó un ascenso a Primera División que provocó una explosión popular en la ciudad como jamás se había visto. El hat-trick –por entonces, claro, no se llamaba así– del punta valenciano le dio un sitio en la historia como rostro reconocible, recurrente y simbólico. Pero allí hubo más protagonistas. Estaban el increíble Benegas –que forjó su leyenda bajo el marco cordobesista cuando los porteros vestían totalmente de negro y daban más miedo que los árbitros–, el sobrio Simonet –eje de la defensa con José Luis Navarro–, el talentoso Juanín –el Di Stéfano cordobés, aunque nació en Nerva– o el argentino Roque Olsen, entrenador de nuevo cuño, que se inventó un once recitable y poderoso. Y en aquel histórico curso 61-62, en una esquina del banquillo, sin llamar demasiado la atención, estaba un chaval de Córdoba que no acababa de creerse que aquello le pudiera estar sucediendo precisamente a él. Subir a Primera con su equipo. Jugaba de extremo y atendía por Bernardo Palacios.

En los años 50, los chavales estaban obsesionados por ser futbolistas o toreros, dos lucrativas profesiones en las que la titulación se conseguía en la universidad de la calle y echándole más arrojo que sensatez. Bernardo no lo hacía nada mal con la pelota. Su brillo en los juveniles le abrió las puertas del primer equipo en 1958, cuando Miguel Gual le introdujo en una caseta en la que convivían tipos avezados como Sánchez Rojas, Paz o Simonet. Llegó como meritorio, sin más derecho que el de rapiñar minutos por detrás de las figuras del momento, que siempre venían de fuera y cobraban mucho más dinero. ¿Les suena? Hay cosas que nunca mueren. El joven Palacios nunca llegó a ser titular en tres temporadas en las que se resignó a protagonizar partidos residuales. Fue, eso sí, uno de los integrantes de la legendaria plantilla del primer ascenso a Primera, aunque no pisó nunca un campo de elite vestido de corto. Su auténtica grandeza en el fútbol la consiguió después, convirtiéndose en un jugador de sólida reputación en una carrera que pasó por el Cádiz, el Atlético Baleares, el Castellón, el Badajoz y el Valdepeñas. Siempre jugó cada partido como si fuera el último. Hasta que llegó la hora de cambiar.

En los banquillos se estrenó a lo grande, pero de forma efímera. Fue segundo del uruguayo Cayetano Ré en el Córdoba de la campaña 80-81, en Segunda. Se fue el ex azulgrana y Palacios agarró al juvenil blanquiverde. Luego pasó, siempre con éxito –su método era simple: exprimir las virtudes de sus jugadores en su sitio natural–, por el Valdepeñas, Martos, Atlético Lucentino, Palma del Río y Baena. Se labró una fama de preparador eficiente y honrado, idéntico al que tuvo como jugador. Fue siempre su sello.

Palacios falleció a los 69 años el pasado verano. En Lucena, Palma del Río o Valdepeñas le recordarán como aquel entrenador que fue capaz de disparar el orgullo de los aficionados con campañas memorables. Unos pocos, los más veteranos, guardarán para la siempre la imagen de aquel chaval de Córdoba que vivió el ascenso a Primera con el club de su vida, un héroe accidental sorprendido por su propio éxito y, a la vez, eternamente agradecido por haber estado allí.

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