Bécquer, 150 años

La pintura y los Bécquer

  • Sólo el deceso de ambos en 1870 interrumpió el estrecho lazo afectivo de Valeriano y Gustavo Adolfo, los hijos del artista José Domínguez Bécquer

Valeriano Bécquer retratado por Alfredo Perea.

Valeriano Bécquer retratado por Alfredo Perea.

Los hermanos Bécquer fueron hijos del pintor José Domínguez Bécquer, coetáneo y amigo de Antonio María Esquivel y tributario del paisajismo urbano que David Roberts trajo a Sevilla a comienzos del XIX. Esto explica, por sí mismo, tanto la pericia plástica de ambos hermanos como la probidad con que Gustavo Adolfo sabe enjuiciar la pintura. También explica con facilidad el hecho de que Valeriano firmara como Domínguez Bécquer, siguiendo el ejemplo de su padre, mientras su hermano, inclinado a la literatura romántica, escogió la sonoridad y la alcurnia gótica de sus antepasados germanos, flamencos o valones. Hay otro hecho, no obstante, que pudiera explicarse por el oficio pictórico del padre, así como por su desaparición prematura. Me refiero al estrecho lazo afectivo entre ambos hermanos, sólo interrumpido por la muerte, y al modo en que dicha orfandad cobró cuerpo, mediante la pintura.

Pedro Alfageme y Jesús Rubio tienen explicada suficientemente la tradición pictórica en la que se inserta Valeriano Bécquer. Tradición que incluye, naturalmente, a su padre, así como a sus posteriores maestros, Antonio Cabral Bejarano y su tío Joaquín Domínguez Bécquer. Tradición que incluye, en primer término, el doble magisterio de Murillo, tanto en lo que concierne a la profundidad ambarina de sus lienzos, como a su atención a lo popular, que le será decisiva en su pintura de madurez, cuando el Ministerio de Fomento le encargue fijar las costumbres españolas. Como es lógico, al llegar a Madrid, Valeriano conocerá la pintura de Velázquez, así como la soberbia y acuciosa pintura de Goya. De modo que su obra vendría ahormada, en adelante, no sólo por la vocación realista (origen de un delicado retratismo); sino por la impronta de lo popular, hendida por lo humorístico. Vale decir, por lo caricaturesco.

'Un leñador en las cercanías del Burgo de Osma' (1866) de Valeriano Domínguez Bécquer 'Un leñador en las cercanías del Burgo de Osma' (1866) de Valeriano Domínguez Bécquer

'Un leñador en las cercanías del Burgo de Osma' (1866) de Valeriano Domínguez Bécquer / Museo del Prado

Este mismo ejercicio de la caricatura, tan ligado a la prensa, es el que hará que, tiempo más tarde, se le atribuya a los hermanos Bécquer la autoría de Los borbones en pelota, firmado por Sem. Hoy parece probado que detrás de Sem, pseudónimo que habían utilizado los Bécquer como ilustradores del Gil Blas, se ocultaba Francisco Ortego, dibujante de ideas republicanas y anticlericales, y amigo de ambos hermanos. Lo cual vuelve a poner de relieve la vocación pictórica de los Bécquer (recuérdense, por ejemplo, las Bizarreries de Gustavo Adolfo), pero también su estrecha colaboración artística, fruto de una convicción que es también el pilar estético sobre el que reposa el XIX: la íntima convicción de que la pintura y la música expresan de un modo más completo, de una manera más íntima, la realidad poética del mundo. De ahí cabe deducir que, en el binomio Valeriano/Gustavo, sobre la mayoría de edad de Valeriano, triunfó el fondo heredado, tanto de la tradición estética del siglo, como del linaje pictórico y humano al que pertenecieron.

Es así como obtenemos un doble e inesperado retrato: Gustavo elogiando la pintura de su hermano como forma superior de intelección, más audaz y penetrante que la palabra; y Valeriano retratando a Gustavo mientras pinta, insertándose ambos en esa onda mayor de quienes conocen o se allegan con lo inefable.

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