Fábula y misterio

Los imperdonables | Crítica

La traducción de los 'ensayos' de Cristina Campo revela a una escritora de fina inteligencia y delicada sensibilidad, raro punto de encuentro entre el hermetismo y la espiritualidad cristiana

Vittoria Guerrini (Bolonia, 1923-Roma, 1977) firmó sus libros con el seudónimo de Cristina Campo.
Vittoria Guerrini (Bolonia, 1923-Roma, 1977) firmó sus libros con el seudónimo de Cristina Campo.
Ignacio F. Garmendia

05 de julio 2020 - 06:00

La ficha

Los imperdonables. Cristina Campo. Prólogo de Victoria Cirlot. Trad. Mª Ángeles Cabré. Siruela. Madrid, 2020. 298 páginas. 22,95 euros

"Ha escrito poco y le habría gustado escribir menos", decía de sí misma en el paratexto a uno de sus libros, pero lo poco que escribió Cristina Campo, el principal de los seudónimos de los que se sirvió la italiana Vittoria Guerrini para enmascarar una autoría siempre renuente, pesa más que las decenas de volúmenes que otros ensayistas –término que define su dedicación de manera harto imprecisa– han consagrado a los mismos temas, pues su forma de entender la crítica –palabra asimismo insuficiente, aplicada a su caso– tiene poco que ver con el propósito o incluso con el oficio de los estudiosos convencionales. Publicado por el prestigioso sello de Roberto Calasso, Adelphi, en una edición ya póstuma de 1987, Gli imperdonabili seguía hasta ahora inédito en castellano y se presenta en la edición de Siruela gracias al empeño de Victoria Cirlot, que ha revisado la traducción de Mª Ángeles Cabré y escrito un prólogo donde explica la esencial relevancia de una escritora con vocación de marginalidad, también traductora y poeta, que en palabras de la propia Cirlot se dirigió al "corazón oculto e invisible de las cosas".

Los escritos de Cristina Campo apuntan a un mismo discurso que pone el énfasis en lo sagrado

Aunque procedentes de distintos periodos, algunos "muy juveniles", como concedía una autora de radical autoexigencia, todos los textos recogidos en Los imperdonables –que toma su título de uno de ellos, integrado en la primera sección, La flauta y la alfombra– apuntan a un "mismo discurso" que de diversas maneras pone el énfasis en la reivindicación de lo sagrado, o dicho a su modo formula "una profesión de incredulidad en la omnipotencia de lo visible". Ella misma se sirve de la imagen de las piezas musicales o las cámaras pintadas en las que era común que "figuras disímiles, desde las diversas paredes, aludieran con el mismo gesto a un solo centro, a un solo huésped ausente o presente". Se trata de un discurso, desde luego, denso, cargado de silencios y significados no expresos, poético en el sentido que define a las palabras sometidas a tensión creadora. La "pasión por la perfección" a la que Campo se refiere en el texto arriba citado atraviesa todas sus páginas y precisa de esfuerzo por parte del lector, que puede no entrar en su mundo de referencias concentradas o experimentar lo que Cirlot llama "un sentimiento de extremo reconocimiento e incluso de devoción" por la autora.

La autora italiana sintió gran afinidad hacia Hugo von Hofmannsthal o sobre todo Simone Weil

Tanto la estudiosa catalana como Guido Ceronetti, rendido admirador de Campo de quien la edición de Siruela transcribe una hermosa semblanza –Cristina, precedida de una cita de Marina Tsvetáieva: "...el alma, que para el hombre común es la cumbre de la espiritualidad, para el hombre espiritual es casi carne"— y una reseña de buena parte del contenido del volumen, avanzado en la edición de 1971, o la que fuera gran amiga y editora Margheritta Pieracci Harwell, "Mita", de la que podemos leer una más completa nota biográfica, nos hablan desde ese devoción apuntada por Cirlot y aportan muchos datos interesantes para situar su obra en el contexto de la literatura de su tiempo. Sabemos así del influjo de sus maestros más cercanos, Leone Traverso, Elémire Zolla o Mario Luzi, de su gran afinidad con la obra de Hugo von Hofmannsthal o sobre todo Simone Weil, de sus relaciones con la escuela hermética que fue mucho más allá de los conocidos nombres de Montale y Ungaretti, de su predilección por autores como Marianne Moore o William Carlos Williams, de los vínculos con españoles como Ramón Gaya, Jorge Guillén, María Zambrano –las conexiones entre ambas son evidentes, al margen de la estrecha intimidad que las unía– o el novelesco Rafael Lasso de la Vega.

"Mientras la gente pueda trasladarse con la fantasía al reino de las fábulas, estará llena de nobleza de ánimo, compasión y poesía", dice Milan Kundera en la cita que abre la semblanza de Pieracci. Y Fábula y misterio se titula otra de las secciones de un libro que habla de Borges, Donne, Chéjov o Proust, de rosas, flautas o alfombras, de los místicos o la liturgia oriental a la que Campo –adscrita a la "escuela de los videntes", por ello muy alejada del compromiso y la "obsesión histórica"– encaminó su cristianismo de nostalgias preconciliares. La inquietud metafísica no era en ella un divertimento, sino la sincera expresión de un deseo de conectar con la tradición, con la "era de la belleza fugaz, de la gracia y el misterio", con el devaluado orden de unos símbolos que acaso nos siguen explicando mejor que cualquier tratado.

La palabra abscóndita

La traducción española del libro que reúne los ensayos de Vittoria Guerrini coincide con la publicación en Trotta de una biografía, Vida secreta de Cristina Campo, donde Cristina de Stefano –la reputada periodista y agente literaria, autora de otras semblanzas de mujeres excepcionales– se sumerge en el mundo medio en penumbra que rodeó a esta autora de culto. Una parte de él nos llega a través de sus escritos, que no conciben la literatura como algo ajeno a la vida, y la otra a través de la correspondencia o de los testimonios de los pocos que tuvieron acceso a una autora proverbialmente reservada. El halo romántico que rodea a su figura esquiva, a la vez orgullosa y vulnerable, se sustenta en un itinerario marcado por su carácter solitario e introvertido, la enfermedad –que la obligó ya de pequeña a una escolarización apartada de los demás niños– o su predilección por ocultarse bajo distintos seudónimos. Pero las peculiares circunstancias de su vida o los rasgos específicos de su personalidad y de su literatura no la convierten en un caso aislado. La justa demanda moderna de un canon alternativo, que entre otros aspectos tenga en cuenta a las numerosas voces de mujeres de cuyo rastro apenas ha quedado huella, ha tenido efectos benéficos, sin duda, pero también ha extendido un discurso demasiado plano que pretende encauzar la disidencia femenina en una dirección única, como si todas las escritoras de la Historia respondieran al mismo patrón en el que gustan de reconocerse quienes abanderan hoy una cierta idea del segundo sexo. El perfil de Campo escapa a las etiquetas fáciles y habría sido maravilloso disponer del libro perdido en el que ella misma –"medio monja, medio hada"– antologó y en parte tradujo a ottanta poetesse a las que cuadraría la sugerente expresión de Ceronetti, "hilanderas de lo inexpresable", que podría aplicarse lo mismo a Emily Dickinson que a nuestra Teresa de Ávila. En ellas, autoras de singularidad no reducible a estereotipos, fluye lo que el italiano llama la "palabra abscóndita": menos arte o pensamiento que revelación o epifanía.

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