La Stoa | Crítica

La razón universal

  • Taurus publica ‘La Stoa. Historia de un movimiento espiritual’, un ensayo de Max Pohlenz que nunca se había traducido al castellano y que su editorial define como un clásico radical

La muerte de Séneca, por el taller de Gerard van Honthorst (1623).

La muerte de Séneca, por el taller de Gerard van Honthorst (1623). / D. S.

Con esto de la pandemia la gente se dio cuenta de pronto de que no podía hacer todo lo que le apetecía y los estoicos volvieron a ponerse de moda. Hasta entonces había imperado (como ahora) una versión macarrónica del epicureísmo que consiste en una búsqueda indiscriminada del placer, de la satisfacción más plana e inmediata, porque tú te mereces ser feliz y vida no hay más que una y los sueños están para ser cumplidos etcétera, pero la súbita necesidad de adaptarse a unas limitaciones que nadie había previsto y que no dependían de la voluntad del individuo (no se puede salir a triscar por el parque, no puede uno achicharrarse en la playa, no puedo emborracharme con el vecino) puso a muchos ante la necesidad de asumir, de aprender a asumir. Así entraron en juego nuestros amigos de hoy, la escuela de la Stoa. Entre otras muchas cosas ellos enseñaron, sí, la reconciliación con el destino por crudo que se presente, y la esterilidad de lamentarse por lo que no puede ser de otro modo.

El habla cotidiana reserva el adjetivo estoico para el imperturbable: aquel que, a fuerza de desengaños o de un ejercicio reiterado de la voluntad, es capaz de contemplar las alegrías y las penas del mundo sin que se le frunza una ceja. Ese aspecto del estoicismo, que se asocia con la figura trágica de Séneca, con las máximas de Epícteto y la majestad de Marco Aurelio, es lo que más ha calado en la mentalidad popular y la que sirvió de combustible a todos los coachs, youtubers y filósofos de medio pelo que proliferaron durante la epidemia: libros, vídeos, artículos escritos en diez minutos nos hablaban con doloroso arrobo de que hubo unos sabios hace dos mil años y pico que ya postularon que lo propio del sabio es resignarse ante las circunstancias cuando vienen mal dadas, que no siempre puede uno aspirar a ganar a la banca y que merece más la pena limitarse a apuestas parciales. El énfasis en la ataraxia o estado de inmutabilidad del ánimo es una de las doctrinas centrales de la escuela sobre todo en su época tardía, la romana, pero no ni mucho menos la principal. Ser estoico significa muchas cosas, significó muchas cosas para los hombres que inventaron era forma de ser.

Está bien que la publicación del clásico radical (así lo califica la propia editorial) de Max Pohlenz, que permanecía inédito en castellano, venga a poner las cosas en su sitio. Es necesario ver a la Stoa en perspectiva, comprender cabalmente su apuesta ética y remontarse hasta las raíces lógicas, físicas y metafísicas que la alimentaron. En este sentido, no cabe mejor acercamiento que la erudición infinita de Pohlenz, un filólogo de larga trayectoria fogueado más que de sobra en el estudio de los clásicos y para el que los filósofos en cuestión eran viejos conocidos. Su exposición, que respeta un eje cronológico-temático, comienza con los estoicos antiguos (Zenón, Cleantes, Crisipo), responsables del núcleo teórico de la secta, para seguir con los medios de los siglos II y I a. C. (Panecio, Posidonio) y concluir con los más maduros, que todo el mundo conoce (Epícteto, Marco Aurelio). Para Pohlenz, la idea matriz de la escuela (importancia central del logos o razón eterna, al que deben plegarse tanto la conducta humana como la de ese otro gran animal al que el hombre sirve de espejo, el universo), ajena al helenismo, provendría de fuentes orientales y estaría asociada con los orígenes semíticos de sus primeros maestros. Esto explicaría el sentimiento cuasirreligioso que permea todas sus manifestaciones, los tintes panteístas, el sometimiento a los designios del Todo que podemos encontrar inequívocamente en, por ejemplo, el bíblico libro de Job.

Cubierta del libro. Cubierta del libro.

Cubierta del libro.

Para el estoico, existe un principio llamado logos (luego aprovechado por el evangelio de Juan), razón del universo, que lo llena todo y que dirige el cosmos desde los detalles más nimios hasta los más notables, siempre en busca de la mayor perfección y belleza. Sabio es quien, usando su propio pensamiento (su propio logos individual), encuentra en la naturaleza rastros de ese proyecto general, lo admira y contribuye a su desarrollo, a su culminación: quien reconoce la perfección de las cosas y participa en ellas para que alcancen su estado máximo. Este optimismo pasa, necesariamente, por reconocer que, aunque a veces el destino se muestre arduo, es siempre correcto, porque la razón universal así lo ha sancionado. Una conclusión que, está claro, no se avendrán a admitir con comodidad nuestros tiempos de individualismo y satisfacciones que no alcanzan más allá de los propios anteojos.

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