Cordobeses en la historia

El vecino de la calle Encarnación que presidió el Santo Oficio

  • Diego Rodríguez Lucero, nació en Moguer, estudió Teología, fue nombrado inquisidor de Córdoba y dejó entre en sus legajos las páginas más sombrías de los Autos de Fe en la Península

HABÍA pasado más de un siglo desde que el cortejo de Fernando III se detuviera a las puertas de la Gran Mezquita, y la ciudad califal perdiera definitivamente su pugna de protagonismo con Toledo, que acabaría dándole la capitalidad, ahora católica, a la ciudad castellana. En un principio, el nuevo poder dividió sus jurisdicciones casi de modo idéntico a las Coras, y en intramuros las parroquias se fueron alzando y dando nombre a los barrios más hermosos que nos legó el devenir de los días. Las órdenes religiosas se expandían por el territorio castellano-católico que acabó con el sueño llamado al-Ándalus, y sus habitantes, más escasos por momentos, fueron tornándose conversos. Así, cuando llegó el año de 1482, se había orquestado todo un tribunal dispuesto a borrar del pensamiento de los andaluces cualquier lengua, cultura y dios ajenos a los nuevos conquistadores. El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Córdoba, Jaén y Écija, inició su macabra jurisprudencia. Lejos de esta influencia, en la mítica Moguer, habría de nacer, en una fecha desconocida, uno de sus más implacables jueces: el inquisidor Diego Rodríguez Lucero.

Salvo su condición de bachiller en Leyes y teólogo, poco se sabe de su vida privada y de su trayectoria hasta llegar a nuestra ciudad. Sí se conoce en cambio el ambiente que en ella encontró. A través de José Manuel Escobar Camacho (Historia Medieval de Córdoba. Gever, 1985) sabemos que los inquisidores estaban "auxiliados por los jueces asesores, siendo sus colaboradores el receptor de bienes confiscados, el promotor fiscal, los notarios del Secreto, un alguacil, un carcelero y los contadores de cuentas. Todos los estamentos se vieron afectados por sus actividades", y reseña los tres arcedianatos, o jurisdicciones, en que se dividió Córdoba, con Pedroche al Norte y Castro al Sur, al tiempo que destaca la importancia de "las órdenes religiosas, en la capital y en el resto del obispado", en donde contabiliza 20 de frailes y 15 de monjas. Los predicadores trinitarios y franciscanos, entre otros, expandían el nuevo credo.

Aunque Rafael Gracia Boix dice en Autos de fe y causas de la Inquisición que no existe el "dato riguroso" que permita "fechar exactamente el inicio de las tareas del Tribunal", asegura que éste fue el segundo de los instaurados en la Península, al iniciarse aquí en 1482, después de ser otorgada la carta fundacional en la futura España en 1478, por bula de Sixto IV. La "manceba" del Tesorero de la Catedral (recogido en estas páginas de el Día) sería, en 1483, su primera víctima.

Cuando Lucero entró en Córdoba, existía el antecedente de Guiral que, dice Escobar Camacho, había levantado "una gran oposición hacia él por malversación de fondos, fraudes y extorsiones". Tras la dimisión de éste, en 1499, Fray Diego de Deza, arzobispo de Sevilla, nombra inquisidor de la diócesis de Córdoba a Diego Rodríguez Lucero, que se instala en el número 7 de la calle Encarnación. La enemistad con sus colegas creció paralela al odio que el pueblo le profesaba, siendo una de sus primeras actuaciones la retirada de un monolito con inscripciones romanas que le estorbaba; los cordobeses volvieron a colocarlo, amparados por la noche, y el inquisidor acabó arrojándolo al Guadalquivir. Pero la mayor manifestación de su perversidad, se refleja en la cifra, récord, de víctima que dejó a su paso.

El 22 de diciembre de 1504 protagonizó, en el Campo Santo de los Mártires, lo que Gracia Boix califica como "el más cruento de los Autos de Fe celebrados por todos los Tribunales de la Inquisición española" al ser entregados y "quemadas en el Marrubial 107 personas", entre las que reseña a un bachiller, tres hermanos de éste, un trapero o un joyero que "iban por las calles de Córdoba, camino del Marrubial, cuando los llevaban a ejecutar, implorando perdón y reclamando la presencia de escribanos públicos -los actuales notarios- para que levantaran acta y dieran fe…" Las cifras que le atribuyen dos centenares de víctimas, se antojan tacañas ante el listado de este autor; pues sólo el 13 de febrero de 1501 recoge la ejecución de 81 personas y 27 más el 1 mayo de 1502, con un vacío entre la fecha de llegada y su huída forzosa.

Lucero, que empezaba a ser conocido como "el Tenebrero", fue experto en métodos de tortura e hizo firmar a través de ellas infinitas denuncias falsas de conversos, deseosos de salvar el propio pellejo, o de ver arder el de los enemigos.

Lucero había sufrido ataques físicos y algún apedreamiento y el marqués de Priego fue portavoz del descontento popular, ante el obispo Juan Daza. Pero argumentó el prelado en un principio, que el vulgo estaba tranquilo. Sin embargo acabó elevando el sentir de los cordobeses al mismísimo Felipe el Hermoso. Mas las influencias de Diego eran tan poderosas que sólo una revuelta pudo destituirlo.

Ana Cristina Cuadro García describe cómo el pueblo, arropado por los nobles, asaltó la prisión del Santo Oficio del Alcázar, el 9 de noviembre de 1506. Liberaron a los presos, "prendieron a un fiscal y un notario…", y hubiera muerto Lucero "si no se juiera por la guerta de la Inquisición", por donde huyó también cualquier rastro de su vida posterior.

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