La universitaria que importó los aires complutenses a Córdoba

cordobeses en la historia

María José Porro Herrera nació en Extremadura, opositó a Cátedra en Madrid, llegó a Córdoba como docente y se quedó en una entrega larga y absoluta a la ciudad y a sus letras

María José Porro, en la Complutense en los años 60.
María José Porro, en la Complutense en los años 60.
Matilde Cabello

23 de junio 2013 - 01:00

CÓRDOBA se asomaba a las pantallas del No-Do con exposiciones, ferias de ganado, volantes almidonados, brillantes espuelas y sombreros andaluces de copa alta. Era el mismo escenario de La Victoria que, fuera de cámara, repartía la ración de plato único del Auxilio Social, a gente con fiambreras, latas y lecheras de aluminio. Al noreste del país, las mujeres catalanas se sumaban a deportes exclusivos de ellos, como el fútbol, y los gobernantes presentaban el tren eléctrico que desterraría a la máquina de vapor.

Al borde de la Ruta de la Plata y la Tierra de Barros, en el corazón tartesio de Extremadura, en Fuente del Maestre, nacía un 28 de marzo de 1944 María José Porro. La hija de don Clemente, el maestro de Don Benito, y de la fontanesa Cristina Herrera, fue una niña de cabal de cartón y madera, babi blanco, aula de techos altos, pupitres con tinteros de loza y brasero de picón para la maestra. En su caso, canjeó los juegos de las tardes por las permanencias para el Bachiller de entonces, el de los exámenes finales por libre en un instituto de Badajoz. Con el padre se preparó hasta tercero, cuando su inclinación por la Literatura y las Humanidades aconsejó profesores de Lenguas Clásicas y el consiguiente ingreso en el internado pacense del Santo Ángel. Concluido aquel ciclo, la familia decidió dejar su casa y su tierra extremeña y emigrar a Madrid, en aras de los estudios superiores de María José y Juan, el otro hijo más pequeño.

Corría el año 1960, cuando la joven de Fuente del Maestre comenzó sus estudios de Filología Hispánica en la Complutense. En el curso 62-63 y con 18 años, se había decantado definitivamente por Románicas, especialidad a la que entregó los tres últimos años. Luego, para la Memoria de Licenciatura, su catedrático Lapesa Melgar le sugirió volver la mirada a sus raíces y al lenguaje de los fontaneses. En el 68, y terminada esta tesina, preparó oposiciones a la par que comenzó su labor docente yendo a Navas del Marqués unos días a la semana, a impartir Lengua y Literatura a futuras maestras. Todo ello, sin dejar de asistir o participar activamente en congresos, seminarios y cursos de literatura. En julio de aquel año la destinaron como agregada al instituto de Talavera de la Reina, cuya dirección asumió durante dos años, previos a su Cátedra de Instituto, cuando esta condición no era un mero nombramiento sino la dura oposición, garante de un alto nivel en la especialidad.

Cuando llegó el destino al instituto, llevaba dos meses como docente en la Escuela Normal de Magisterio de Córdoba y renunció. Serían uno o dos cursos, a su juicio, un tránsito por la ciudad del 70, la de las castas; la cerrada y provinciana, excesivamente rígida y retrógrada para una veinteañera de las primeras promociones femeninas de la Complutense de posguerra. Descubrió las barreras sexistas de algunos compañeros y sufrió las miradas en el Siena, cuando tomaba café a solas. Empero supo advertir igualmente la Córdoba ansiosa de conferencias, teatro, cine y expresiones artístico-intelectuales; la que había visto nacer a Enrique Aguilar. Así, con la literatura y el lenguaje por bandera, comenzó a andar de puntillas y con la cabeza siempre alta, por un tiempo de cristales para la lírica y el pensamiento.

En 1977 era profesora por extensión de la Escuela de Magisterio en la Facultad de Filosofía y Letras, donde estudiaba a la vez que ejercía el Magisterio Enrique, el joven humanista, rockero, taurino, navegante y futuro doctor en Historia, disciplina que era ya la otra gran pasión de María José. Se casarían un 1 de mayo de 1972 en la Capilla de San Bartolomé de su Facultad.

Mientras iban creciendo sus dos hijas, María José y Cristina, el camino de la catedrática- una de las decanas de la UCO- pasaba por dirigir el Instituto de Ciencias de la Educación, el Departamento de Filología de su Facultad, la Cátedra Intergeneracional o la Delegación de Educación, entre otras, sin dejar su intensísima labor en la Real Academia, de la que es Secretaria y alma, ni sus incontables publicaciones siempre con las mujeres y los olvidados por la letras oficiales como referente, con Córdoba en el corazón y un deje entrañable de una Tierra de Barros en los labios.

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