La sultana que embelesó y traicionó a Abderramán II
Cordobeses en la historia
Tarub fue esclava de Abderramán II, introdujo el caudal hereditario femenino para sus hijas, poseyó la alhaja más famosa del tesoro emiral y perdió la última partida de su ambición
EN la primera mitad del siglo IX Tarub era el "embeleso" del emir Abderramán II, y a ese sentimiento responde su nombre que, por su condición de esclava, le hizo perder el propio.
Como Tarub (o embeleso) se la conocería en detrimento del que heredara por cuna, a pesar de haber dejado su huella en los anales de la historia de al-Ándalus, como madre de uno de los príncipes que pudo obtener el trono y por introducir en la legislación andalusí alguna importante innovación.
Tarub encontró enorme competencia en el serrallo, en donde destacaban tres mujeres bellísimas: Alam, Qalam y Fadl, la favorita. Eran esclavas "medinesas", las más admiradas de entre todas las del mercado por su habilidad para el canto, por la conjunción de belleza y dulzura en las formas y el verbo, por su serenidad y por no conocer los celos.
Las tres "medinesas", inseparables del Emir; ocupaban un lugar destacado a su lado en las celebraciones palaciegas y eran las únicas que le acompañaban en sus salidas del Alcázar e incluso de las lindes de Córdoba. Este privilegio sólo lo había tenido la madre de su primogénito, Muhammad, a quién Abderramán tomó por esposa y de la que no se separó, hasta su muerte, acaecida en Toledo al regreso de una de sus campañas.
El niño quedó al cuidado del Emir y fue nombrado su sucesor, en tanto Tarub iba pariendo niñas. Preocupada por la falta de un heredero de su vientre, tuvo en este tiempo la primera muestra de la influencia que ya comenzaba a ejercer sobre Abderramán y, rompiendo las reglas, logró establecer una especie de herencia para ellas, en el caso de que no lograran tener un hermano de madre. Para implantar esta normativa, que se haría extensible a otras mujeres del harem, fue capaz de reunir a jueces y jurisconsultos, apostillando su enorme poder en la voluntad del Emir y en la Corte. Otra muestra de ello, fue el regalo por parte del Omeya, de la joya más afamada de cuantas conformaron el tesoro de la Corte cordobesa: el llamado Collar de Tarub, apreciado tanto por su valor material cuanto por el significado político-sentimental que debió tener para la estirpe de reyes cordobeses. Si hemos de creer a los cronistas, casi siempre al servicio del poder imperante, la alhaja pertenecía al Tesoro del Califato de Damasco y, tras el golpe de estado, quedó en poder de los rebeldes abbasíes, siendo la única pieza, que se sepa, recuperada por reyes sirio-cordobeses.
Pero para Tarub no fue suficiente ser la depositaria de la joya más preciada de la Corte Omeya, ni el haber introducido el llamamiento al caudal hereditario de las princesas; aspiraba a consolidar aún más su posición y tuvo oportunidad de hacerlo al dar a luz a un hijo varón, al que impusieron el nombre de Abdalláh. Como tantas hijas, esposas y madres de príncipes, cumplió con el deber religioso de dedicar parte de su fortuna a obras benéfico-sociales, levantando una mezquita y otras obras sin especificar, donde comenzaba el arrabal occidental (a extramuros del actual Alcázar Viejo), en la misma zona donde la difunta sultana, y madre del príncipe Muhammad, construyera otro templo islámico.
Para entonces su próximo objetivo era convertirse en madre del heredero y, una vez dominada la voluntad del Emir, debía contar con otro elemento, casi tan importante, o más, que su propio señor: los eunucos. Y fue uno de ellos, Abu l-Fath Nasr, quien se prestó a ser cómplice de sus intrigas.
El principal rival de Abdalláh era el primogénito Muhammad, elegido ya sucesor y con la única carta en contra de ser huérfano de madre y, por consiguiente, carecer de "protectora" en la soterrada y poderosa sub-corte del serrallo. Allí reinaba ya Tarub avalada por el eunuco Nasr. Mientras la primera utilizaba su poder político y económico para comprar voluntades en favor de su hijo, Nasr quiso acelerar la sucesión urdiendo, como se sabe, el envenenamiento de Abderramán II. Y aunque nunca quedaría claro de quien partió la conspiración, el eunuco fue descubierto, obligado a tomar su propia pócima y retenido ante el Emir hasta los primeros estertores de su muerte.
La esclava, que logró salir indemne de aquel trance, se mantuvo firme en su empeño de ver a Abdalláh ocupando el trono. Aún después del escándalo, logró contar con una amplia mayoría a favor del hijo, cuyas virtudes y formación como sucesor dejaban mucho que desear frente a la vasta preparación recibida por el hermano, tutelado desde pequeño por el padre. Sólo hubo un eunuco disidente, pero sus argumentos fueron tan sólidos que lograron convencer al resto y, finalmente, tras la muerte de Abderramán II, el 22 de septiembre de 852, sería su primogénito, Muhammad, quien rezara la oración fúnebre en la tumba del Alcázar de los Omeyas.
Nada más se sabe de las hijas ni del hijo de Tarub, tampoco de su suerte al morir Abderramán, ni de los días finales de esta mujer que luchó por ser madre de reyes y conspiró por cumplir un objetivo que, de haber llegado a feliz término, la habría convertido en un personaje femenino tan decisivo en la línea monárquica andalusí, como lo fue Aurora para la biografía de Almanzor y la Historia de Andalucía.
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